La crisis y el desmantelamiento del Estado de Derecho: de derechos a privilegios

AutorAndrés Rossetti/Silvina Ribotta
Páginas155-172

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Ver Nota1

I Los derechos como prótesis

Los humanos somos seres protésicos. No somos ni naturaleza ni cultura, sino más bien ciborgs, entes híbridos e indeterminados, orgánicos y técnicos a un mismo tiempo, que vivimos a través de todo tipo de prótesis2. Llevamos vestidos, pendientes, gafas, anillos, relojes, perfumes, teléfonos móviles y un sinfín de artefactos que, lejos de ser elementos ajenos y externos a nosotros mismos, son constitutivos de nuestra identidad. No se trata de meros accesorios, sino de ingredientes esenciales de nuestra personalidad, prolongaciones sin las que apenas podríamos concebirnos. En definitiva, no creo que exista un núcleo humano prístino e inmaculado, libre de apéndices o puramente natural. Lo humano es, por definición, un espacio que se encuentra siempre en la frontera y que no se deja aprehender mediante el alineamiento categórico en los polos de dicotomías tan manidas como la de naturaleza y cultura o la de cuerpo y mente, entre tantas otras que jalonan la historia del pensamiento occidental3.

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Ahora bien, nuestras prótesis no son únicamente materiales, ni las utilizamos para subsanar alguna clase de déficit de construcción o de dotación natural: no son un medio para remediar nuestra supuesta vulnerabilidad congénita, como adherencias que alivian la indefensión original con la que supuestamente venimos al mundo, sino que ellas mismas constituyen nuestra naturaleza, configurándonos y modelando nuestro horizonte de posibilidades, aportándonos ventajas adaptativas, pero también, y a la vez, abriendo nuevas brechas y fragilidades. De hecho, la primera prótesis a tener en cuenta, la más radical, es el propio lenguaje, un sorprendente artificio que nos envuelve como una matriz, y cuyas propiedades y transformaciones determinan la forma de nuestro mundo, nuestro modo de pensar y de actuar en él4. En este sentido, podría decirse que, además de las prótesis materiales que se han citado antes a modo de ejemplo, nuestra existencia se alimenta de numerosas prótesis culturales que a veces ni atisbamos, pero sin las que la vida sería impensable.

Una de estas prótesis es el derecho. Aunque muchas veces pensamos en él como un recurso técnico, manejado por un gremio de profesionales especializados que tienden a aislarlo del resto de la sociedad y que lo convierten en una práctica tremendamente alejada de la experiencia común –con los correlativos problemas para la democracia– lo cierto es que el derecho es un pedazo más de la cultura, del mismo modo que lo son el arte, la literatura, la ciencia o la política. Por eso, ha evolucionado al mismo compás que la historia general, asumiendo influencias de múltiples esferas y convirtiéndose, a su vez, en otro repetidor más de entre todos los que se dota la cultura para difundirse e infiltrarse en las prácticas y las actividades humanas. De ahí que nuestro imaginario colectivo esté repleto de imágenes, símbolos e ideas preconcebidas sobre el derecho, la justicia o los abogados, y de ahí que todos ellos sean objeto de tratamiento en la literatura, el cine o las artes plásticas en general5.

Un momento estelar de esta historia es el de la aparición de los derechos subjetivos, cuando el fenómeno jurídico dejó de concebirse en términos de orden, de deberes o de conjunto de obligaciones –como derecho objetivo–, para pasar a verse como una retícula de derechos, como una especie de artilugio mecánico destinado a engranar los derechos que

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corresponden a todas y cada una de las personas consideradas individual-mente. Se trata de un complejo periodo que solemos denominar tránsito a la modernidad, que se fue gestando poco a poco, desde el Renacimiento hasta el estallido de las revoluciones liberales –la inglesa, la estadouni-dense y la francesa– y que dio a luz a una forma de ver el mundo que llevamos inscrita en nuestro ADN cultural: la percepción de que somos seres rodeados de derechos, una suerte de pequeñas burbujas –como las mónadas de Leibniz, que no por casualidad escribe en el epicentro de dicho proceso, en pleno siglo XVII– de las que emana una miríada de facultades, potestades o inmunidades frente a nuestros conciudadanos o frente al Estado. Esta idea se instala con tanta fuerza en el imaginario colectivo, que casi todos los textos normativos que se promulgan a resultas de las revoluciones se asientan en la creencia de que no estaban constituyendo derechos, sino sólo declarándolos, es decir, haciendo visibles verdades que ya eran evidentes en sí mismas. Por eso, la declaración de independencia de Estados Unidos, antes de enumerar los derechos y los principios de legitimidad del gobierno, afirmaba: “sostenemos por evidentes, por sí mismas, estas verdades”6.

Esta idea de la autoevidencia, que ha sido justamente resaltada por Lynn Hunt7, es interesante por dos razones. Primero, porque ilustra a la perfección uno de los atributos más característicos de las prótesis humanas: que las asumimos como naturales, pese a su origen político-social, y se convierten así en nuestro modo de ser y estar en el mundo, cambiando por completo nuestro horizonte de posibilidades. De ahí se deriva que las formulaciones de las declaraciones originales hablen de “derechos naturales”, y no de derechos humanos o fundamentales, como solemos hacer hoy en día. Y segundo, porque explica también la forma en que nosotros percibimos los derechos, como algo obvio con lo que nos socializamos desde la infancia. Por eso, muchos habrán vivido más de una situación cómica en la que una niña o un niño reivindica ante sus padres su “derecho” a acostarse más tarde, a jugar un rato más o a comer tarta, y por eso algunos psicólogos conductistas incitan a sus pacientes a reclamar sus

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“derechos personales”8. Se trata de escenas cotidianas, aparentemente banales, que sin embargo reflejan una cosmovisión profunda, enraizada en un proceso que ya cuenta con siglos de historia y que tiene que ver con esa idea de los derechos como prótesis: nos auto-percibimos, de manera tácita e inconsciente, como seres acreedores de derechos.

II No recorte, sino vulneración de derechos

Lo que me gustaría destacar de todo lo anterior es que, desde ese punto de vista, los derechos no son meros aditamentos que puedan darse o retirarse en función de las diferentes situaciones políticas y económicas por las que atraviesa una comunidad, del mismo modo que se devalúa la moneda o que se propone una subida de impuestos. Los derechos son algo antropológicamente más profundo, mucho más serio y nuclear y que, por tanto, no puede hacerse depender de crisis coyunturales. Así se explica que uno de los filósofos del derecho contemporáneos más influyentes, el recientemente fallecido Ronald Dworkin, hablara de los derechos como “triunfos” de la baraja9, como ese poder o reivindicación que las personas podemos hacer valer en cualquier momento y frente a cualquier auto-ridad, independientemente de la fase de la partida o de las circunstancias concretas en las que estemos. Con esto no se trata de apostar por una idea religiosa o absoluta de lo humano y de los derechos fundamentales –en el viejo sentido del derecho natural– pero sí de subrayar que la constitución del mundo, desde la modernidad hasta nuestros días, se había fundado en un pacto implícito respecto a la sacralidad de los derechos, respecto a su centralidad y su irresistibilidad. De ahí se deriva que la mayoría de las constituciones y documentos en materia de derechos incluyan una cláusula aludiendo a su “intangibilidad”.

Así las cosas, creo que es un grave error hablar de “recorte de derechos”, como se suele escuchar últimamente en el ámbito político y mediático. Se trata de una de esas trampas lingüísticas que, pese a su aparente inocuidad, nacen marcadas por un enfoque ideológico reaccionario y siembran el terreno para inculcar un nuevo “sentido común” al servicio de las élites dominantes. En efecto, desde el planteamiento que

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he tratado de delinear en el epígrafe precedente, no es posible “recortar”, “limitar” o “rebajar” los derechos en función de situaciones de facto, como si éstos pudieran contraerse sin por ello dejar de existir. Porque los derechos, sencillamente, se hacen valer o se vulneran, se defienden o se conculcan. Y lo que está ocurriendo en el contexto de la crisis actual, en España en particular, es que estamos asistiendo a una violación masiva de un buen número de derechos que, bajo el pretexto de un “recorte” de los mismos en aras de una mayor estabilidad económica, de la seguridad o de un estado de necesidad, han dejado de ser intangibles. Se han convertido, por lo tanto, en objetos maleables y ponderables, lo cual violenta de forma radical el propio concepto de derecho.

En primer lugar, porque, conforme a la visión de los derechos como prótesis que se ha propuesto, éstos no pueden concebirse en términos objetuales, como si fueran algo separado de la persona que se hace acreedora de ellos, sino que se encuentran en una zona indiscernible entre sujeto y objeto; en una zona que, de hecho, hace inservible la tradicional distinción cartesiana entre ambas esferas10. Desde este punto de vista, atacar o vulnerar un derecho es tanto como agredir a la persona portadora de ese derecho, y no a un apéndice accesorio de la misma11. En segundo lugar, porque la sugerencia de que los derechos son ponderables (en el sentido de adaptables o reducibles) favorece que éstos dejen de ser esos “triunfos” intangibles de los que hablábamos antes, para convertirse en meras concesiones sometidas a la gracia y arbitrio del gobierno de turno: dejan así de ser atributos esenciales de la personalidad y elementos nucleares de la comunidad, para pasar a ser una regalía, una merced propia de épocas de bonanza y dispendio –como si los bienes...

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