La crisis de la ciudadania en la era de la globalización

AutorAlfonso de Julios-Campuzano
  1. LA CRISIS DEL ESTATUTO MONISTA DE LA CIUDADANÍA

    Una de las categorías políticas centrales de la modernidad es, sin resquicio a dudas, la ciudadanía. El ciudadano como centro de atribución de facultades e imputación de derechos es, ciertamente, el elemento nuclear de la articulación de las relaciones entre política y derecho en los Estados nacionales1. No en vano ese status de ciudadano vino a abrogar, definitivamente, la estratificación estamental de las sociedades del antiguo régimen en beneficio del reconocimiento de la igualdad jurídica de todos los individuos, con independencia de su origen social o de su posición económica. Durante doscientos años -que a título orientativo podríamos acotar básicamente entre la Revolución Francesa y la caída del muro de Berlínla ciudadanía ha ejercido este papel de primer orden como elemento dirimente de la atribución no sólo de derechos políticos, sino también de otra naturaleza, en el seno de la estructura burocrático-administrativa del Estado. La ciudadanía definida como ciudanía-institución ha sido y continúa siendo el elemento vertebrador de las relaciones interindividuales en el ámbito de la vida política intraestatal y, a través de ella, los derecho subjetivos han cobrado cuerpo como correlato jurídico del reconocimiento de la igualdad política de los individuos.

    Sin embargo, las profundas mutaciones a que se está viendo sometido el mundo contemporáneo en su ordenación jurídico-política en virtud del impacto transformador de la globalización, coloca un amplio espectro de cuestiones hasta ahora desconocidas que hacen que el concepto de ciudadanía se tambalee a la par que el modelo Estatal se redefine en las coordenadas de la economía global2. El modelo de ciudadanía que tan eficaz servicio prestó a ese modelo de organización social está hoy en crisis. Como ha apuntado José María Gómez, los impactos transformadores de la globalización han alcanzado en profundidad a la ciudadanía democrática en su doble naturaleza, como modo de legitimación y como medio de integración social "como status legal igualitario de derechos y deberes de los miembros de la comunidad política frente al poder político y, simultáneamente, como identidad colectiva basada en la pertenencia a la comunidad nacional de origen y destino"3.

    No podía ser de otra forma, porque muchos son los factores que inciden sobre él. Huelga decir que la ciudadanía no puede quedar al margen de este vasto repertorio de transformaciones, porque es, sin duda, una de los elementos nucleares del modelo de organización jurídico-política de la modernidad. Ya no son las cosas como antes: se acabó el tiempo de las estructuras de poder unitarias y de los sistemas jurídicos plenos, completos y acabados. El formalismo jurídico sobre el que descansó el dominio del Estado-nación en su época de apogeo es ya solo un recuerdo desleído de épocas pretéritas. Terminó ya el imperio de la individualidad abstracta, despersonalizada, indiferenciada, cuyos correlatos jurídicos se cifraban en la igualdad meramente formal ante la ley y en un haz de derechos individuales difícilmente tangibles en la vida real de la personas. Eso, ciertamente, es ya agua pasada. Tanto que algunos casi ni lo recuerdan (aunque en el fondo, no nos engañemos, todos sabemos que los rescoldos de esa lumbre no fueron aún definitivamente sofocados).

    Sea como fuere, el Estado social de Derecho vino a poner las cosas en su sitio, al recordarnos que el abstracto individuo del derecho liberal-burgués ni enferma, ni come, ni duerme, ni padece. No envejece, no se muere. Quizás por eso, un individuo que sólo existía en las leyes lo único que precisaba eran derechos que, también, sólo existían en las leyes. El hiperracionalismo de la individualidad abstracta terminó por cosificar los derechos pues, al desposeer a los individuos de su propia incardinación histórica, posibilitó ciertos reduccionismos que conculcaban su propia pretensión de universalidad4. Como ha apuntado De Lucas, la pretensión universalista del racionalismo ilustrado de conceptualizar los derechos mediante un proceso de abstracción jugó en su momento un papel decisivo, pues, al desposeer a los individuos de todos sus atributos, los colocó a todos en posición de igualdad. Se había acuñado, así, un magnífico expediente teórico para la abolición de los privilegios de clase del Antiguo Régimen y para la implantación definitiva de los derechos humanos. Sin embargo, un proceso de esta naturaleza entrañaba riesgos nada desdeñables que no tardarían en manifestarse con toda su virulencia, pues la caracterización del individuo sin atributos era, simultáneamente, una vía abierta para la exclusión que se concretaría en tres frentes: a) mediante la identificación exclusiva del hombre con el individuo y del individuo con el burgués: la titularidad de los derechos quedaba de esta forma drásticamente restringida a una determinada clase social; b) la proyección del modelo de sociedad patriarcal en la atribución de los derechos, con la consiguiente exclusión de género que condenaba a la mujer a una permanente minoría de edad, bajo la tutela del padre o del esposo; c) la ecuación que identifica ciudadanía y nacionalidad, restringiendo el alcance pretendidamente universal de los derechos a la previa adquisición de la nacionalidad5.

    Desde entonces, sin embargo, las cosas han cambiado mucho, aunque cada vez resulta más palmario que ni siquiera el maltrecho Estado social ha podido hacer frente a la cascada de transformaciones que se han producido en las últimas décadas. El status jurídico de ciudadano está viéndose redefinido, quizás porque el modelo sobre el que se había cimentado resulta ya anacrónico. No valen ya las fórmulas abstractas ni las estructuras centralizadas de poder, no sirven ya los derechos indiferenciados que mutilan las derivaciones sociales de la individualidad. Es el derecho ciego el que está en crisis y con él una ciudadanía invidente que parece por fin rebelarse. Ya no será ni tan dócil, ni tan pánfila: reivindica su reconocimiento. Y el Estado no consigue satisfacer sus expectativas pues ni puede responder con celeridad a sus demandas, ni cuando lo hace sus respuestas resultan satisfactorias. La pluralidad y la complejidad de nuestras sociedades y de los procesos que desarrolla no son ya fácilmente reconducibles al esquema arquetípico de ese estatuto monista de la ciudadanía que la concebía como una unidad orgánica, indiferenciada y simétrica, una reducción artificial a la igualdad que traducía discriminación y apartamiento. Quizás por ello se produce un vaciamiento del Estado por abajo, esto es, a nivel infraestatal: sus estructuras no consiguen articular mecanismos de respuesta en la cantidad y con la rapidez requerida por la complejidad de los procesos sociales. De esta suerte, el Estado se desmembra en una miríada indescifrable de organismos, instituciones y micropoderes que hacen que el propio concepto de ciudadanía se erosione, se desgaste, se fragmente o se divida, siguiendo un proceso que, utilizando un símil, bien pudiera compararse con la disgregación del átomo en la fisión nuclear.

    No concluye aquí la relación de alteraciones que afectan a la ciudadanía pues, si a nivel infraestatal constatamos un vaciamiento, a nivel supraestatal se puede registrar un proceso de desbordamiento de esa concepción rígidamente vinculada al modelo político del Estado-nación. Desde esta perspectiva, el Estado carece de la posibilidad de articular respuestas consistentes a problemas que trascienden con mucho sus propias fronteras, problemas de escala planetaria cuyo tratamiento sólo puede abordarse con éxito trascendiendo las estructuras de poder estatales. Se produce, entonces, un efecto de globalización de la ciudadanía como tentativa de vertebrar vínculos sociales más allá de las reducidas dimensiones del Estado. La globalización de la ciudadanía entraña una transnacionalización de la política, en busca de soluciones eficaces a cuestiones que no pueden ser resueltas siguiendo los cauces que proporciona el modelo estatal.

    El nuevo diseño de la relaciones humanas a nivel infraestatal y supraestatal que introduce el paradigma emergente de la globalización está comportando alteraciones significativas en la percepción del status de ciudadanía, en la medida en que éste tiende a fragmentarse en el ámbito infraestatal o a globalizarse en el ámbito transnacional. Se trata de aspectos interrelacionados: la globalización comporta, también, fragmentación, ruptura y disolución. Como ha indicado Fariñas, ambos procesos son, en realidad, el anverso y el reverso de la misma moneda y sin ellos no puede ser comprendida en su complejidad las circunstancias que constriñen en la hora presente la realización práctica de los derechos humanos. El actual contexto espacio-temporal de los derechos humanos se enmarca en un doble proceso definido, por una parte, por las tendencias globalizadoras de la economía y de la técnica y, por otra, por la fragmentación social y cultural de la ciudadanía provocada por el nacimiento de nuevas identidades o por la redefinición de las existentes, con los consiguientes conflictos multiculturales6. En este contexto, la oposición entre lo global y lo local inaugura lo que podríamos llamar una dialéctica de la complementariedad: dos dimensiones cuyo antagonismo aparente constituyen, en verdad, aspectos mutuamente relacionados de un proceso complejo que ha merecido la aparición de un neologismo, acuñado por Robertson, la glocalización.

    Estas tendencias introducen, así, cambios relevantes que permiten augurar una redefinición del concepto de ciudadanía en la medida en que la crisis del Estado-nación amenaza también a las categorías políticas nucleares sobre las que éste ha descansado. Parece que, a la vista de lo anterior, podemos delinear básicamente dos tendencias que afectan al concepto de ciudadanía y que ya han sido enunciadas: 1º) La fragmentación de la ciudadanía a nivel intraestatal comporta...

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