Mujeres corrompidas y varones deshonrados. La regulación de los delitos sexuales en la legislación de Alfonso X

AutorVictoria Rodríguez Ortiz
Páginas531-560

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I Introducción

Alfonso X reguló los delitos sexuales en los que la mujer intervenía como autora o como víctima de acuerdo con los valores y la mentalidad que regían en la sociedad castellana del siglo XIII. De modo que, para comprender esa regulación, debemos primero conocer cuáles eran las pautas de comportamiento sexual que imperaban en la Castilla del Bajo Medievo.

En la época de Alfonso X no se aplicaban las mismas costumbres sexuales a toda la población sino que en función de la categoría social a la que se perteneciera las normas eran más o menos estrictas . Por otro lado, la sociedad, dominada por un sistema patriarcal que otorgaba a los varones un papel preeminente, exigía también una conducta distinta al hombre y a la mujer1.

El protagonismo masculino se apreciaba en casi todos los ámbitos de la vida: la política, las guerras, la cultura o los negocios. La mujer, destinada al matrimonio, generalmente se encontraba recluida en el espacio doméstico,

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dedicándose al cuidado de los hijos y a realizar las tareas encomendadas, que variaban según la clase social a la que perteneciese2.

Algunas mujeres sí llegaron a gozar de una situación de privilegio y ejercieron un gran poder en la sociedad. En este sentido, hay que destacar a las reinas3y a las abadesas4, que, en muchas ocasiones, fueron personas muy infiuyentes que desempeñaron un importante papel político y social5.

Pero estos casos no dejaban de ser excepcionales, la mayoría de las mujeres del Bajo Medievo vivieron siempre excluidas del ejercicio del poder y de la vida pública6. Como señala Gacto, «la imbecillitas seu fragilitas sexus a que continuamente hacen referencia los tratadistas (la simpleza y debilidad del sexo

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femenino) aconseja no reconocer a la mujer una capacidad jurídica plena en asuntos que impliquen un cierto nivel de responsabilidades»7.

El Derecho refrendaba el sometimiento de la mujer al varón. En Las Partidas, Alfonso X sostenía que el hombre era de mejor condición que la mujer8.

La superioridad masculina justificaba el control que los varones de la familia, ya fuesen padres, maridos o hermanos, ejercían sobre las mujeres, cuya debilidad física, intelectual y espiritual les impedía actuar con autonomía9.

También la Iglesia católica fomentó la discriminación de la mujer a través de disposiciones que recogían plenamente la mentalidad patriarcal y en las que se establecía cómo debía comportarse aquélla. La mujer buena y virtuosa debía ser abnegada, sumisa, obedecer a los varones de su familia y evitar las tentaciones viviendo recluida en el hogar o, si decidía consagrar su vida a Dios, en el convento.

Pero, para muchos Padres de la Iglesia, las virtudes femeninas descritas eran más un ideal inalcanzable que una realidad. Había muy pocas «Marías» y muchas «Evas» porque la mujer, por naturaleza, era un ser débil y lascivo que corrompía a los varones, incitándolos a pecar, a pesar de ser éstos más equilibrados10. Para evitar la infiuencia maligna de la mujer, la Iglesia aconsejaba al hombre que se alejara de ella, sobre todo si se trataba de un religioso11.

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A pesar de la naturaleza lujuriosa e incontinente de la mujer, si quería ser respetada y pertenecer al grupo de las buenas12y honestas debía reprimir sus instintos y cumplir con las pautas de comportamiento establecidas por la sociedad, la Iglesia y la ley. En la época que vivió el monarca, las relaciones sexuales estuvieron sometidas a un severo código de conducta. Sólo se aceptaba la unión carnal heterosexual con fines procreativos mantenida dentro del matrimonio católico13. La finalidad esencial de este vínculo era la procreación de herederos legítimos a los que transmitir los bienes y privilegios de que disfrutase el padre y, por ese motivo, era muy importante que la esposa llegase virgen al matrimonio y fuera después fiel al marido.

La virginidad se convertía, así, en una virtud primordial de la mujer en la que se apoyaba el honor de toda la familia, especialmente, el de los varones. El honor se hacía depender en gran medida del cuerpo de las mujeres, por consiguiente, el ultraje a la castidad femenina, que en la soltera suponía virginidad, mancillaba la honra del varón emparentado14. La virginidad también constituía un valor muy apreciado por la Iglesia, que comparaba a las mujeres que conservaban su integridad corporal con los ángeles, mientras que a las demás las consideraba corrompidas, aunque estuvieran casadas.

Estas rígidas costumbres sexuales eran, no obstante, más características de la nobleza y de las clases altas de la sociedad que del resto de la población. Las familias humildes, que vivían inmersas en la miseria y la precariedad, no tenían entre sus prioridades la defensa del honor y del linaje, de modo que mantenían una sexualidad mucho más libre y desinhibida.

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La existencia de esta doble moral sexual se recoge claramente en la literatura de la época. Las serranas del Arcipreste de Hita15nunca muestran el menor recato ni pudor con los hombres, todo lo contrario, son lujuriosas, desenvueltas y se dejan llevar por sus instintos16. Como sostiene Pérez de Tudela, «son las mujeres de baja extracción las que, posesoras de mínimas cantidades de honra, no dudan en desprenderse de su menguado capital a fin de satisfacer lo que en la pluma del Arcipreste de Hita aparece como una necesidad biológica»17.

La Celestina menciona también cómo la sociedad no esperaba que las mujeres de clases inferiores fuesen recatadas y vírgenes hasta que contrajeran matrimonio sino que confiaba que sacasen partido de su juventud y belleza. En ese sentido, la alcahueta aconseja a Areúsa, manceba de un militar, que sea tan promiscua como su prima: «... si vieses el saber de tu prima... uno en la cama y otro en la puerta y otro que suspira por ella en su casa se precia de tener. Y con todos cumple... Más pueden dos y más cuatro, y más dan y más tienen y más hay en qué escoger»18. Sin embargo, Melibea, perteneciente a una acomodada familia burguesa, estaba destinada a hacer un buen matrimonio y, por tanto, a conservar su virginidad19. La pérdida de su virtud constituye un hecho trágico, que convierte a la joven en una mujer corrompida y sin futuro, tal y como le recuerda su criada Lucrecia: «... ¡Perdido es lo mejor! ¡Mal año se os apareja a la vejez! ¡Lo mejor Calixto lo lleva!»20.

Por consiguiente, la mujer de la alta sociedad estaba obligada a conservar una imagen respetable, propia de su rango, que suponía relacionarse fría y pudorosamente con los hombres puesto que cualquier relación que se man-

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tuviese con el sexo contrario no haría más que perjudicar la buena fama21, deshonrar a la familia y poner en peligro un matrimonio ventajoso22. En las mujeres humildes, la pérdida de la honestidad no representaba un drama para nadie sino algo inevitable y natural, sobre todo si vivían solas, sin el control y la protección familiar.

Por otra parte, aunque la mujer de la clase alta debía ser siempre sumisa y casta, la sociedad le exigía virtudes y conductas distintas en cada momento de su vida. En una primera etapa, que incluía la infancia y la adolescencia, la mujer debía conservar a toda costa su mayor tesoro, la virginidad. Por tanto, durante sus primeros años no debía mantener relaciones sexuales con nadie. Se trataba éste de un periodo transitorio que preparaba a la mujer para la siguiente etapa, la del matrimonio. Una etapa en la que la sexualidad tenía como objetivo la procreación23y el cumplimiento de un deber hacia el marido, no la búsqueda del placer.

El principal valor de la niña o de la adolescente de «buena familia» era, por tanto, su virginidad24. La importancia de esta virtud se pone de manifiesto a través de un gran número de documentos notariales que se redactaban para testimoniar que una joven había perdido su integridad corporal de un modo accidental. En la mayoría de los casos, se trataba de niñas que, jugando con sus amigos o realizando alguna otra actividad, sufrieron la ruptura del himen. Los escribanos tenían que visitar a la niña, acompañados de alguna vecina o partera, y, después de examinarla, debían dejar constancia por escrito que la pérdida de la virginidad no se produjo como consecuencia de un acto sexual sino que fue resultado de una causa fortuita25.

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También puede apreciarse el valor de la virginidad en los acuerdos de carácter económico que se negociaban cuando tenía lugar el compromiso matrimonial. Las arras y los regalos entregados a la firma de los esponsales eran esencialmente una gratificación por la virginidad de la mujer y por la entrega de ésta en exclusividad al marido. Por este motivo, el precio de las arras de la doncella era más elevado que el de la viuda. Así pues, las arras no eran más que un instrumento al servicio del hombre que le permitía conseguir cierta seguridad de que la transmisión de los bienes y privilegios de que disfrutaba recaerían en personas de su propia sangre26.

Una vez casada, la mujer entraba en la etapa reproductiva y, por tanto, debía tener una vida sexual activa con su marido. Sin embargo, la sexualidad era considerada algo sucio, que corrompía a las mujeres aunque estuviesen casadas. La sociedad, infiuenciada por el valor desmedido que la Iglesia concedía a la virginidad y a la vida célibe, consideraba el matrimonio un estado menos «santo», puesto que no podía existir sin relaciones carnales y éstas obstaculizaban la vida en santidad27. Además los comportamientos lujuriosos, apasionados, no eran propios de las damas respetables sino de las mujeres de clases inferiores. Por todo ello, la mujer casada que perteneciese a una familia acaudalada debía seguir siendo casta después del matrimonio y realizar el acto sexual con el fin de la procreación o para obedecer los deseos del marido, a los que no podía...

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