Condiciones generales de los contratos y libertad contractual

AutorJosé Antonio Ballesteros Garrido
Cargo del AutorDoctor en Derecho
  1. CONCEPTO TRADICIONAL DE AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD, LIBERTAD CONTRACTUAL Y DERECHO DISPOSITIVO

    Ha llegado a convenirse que la autonomía de la voluntad tiene su fundamento en la condición de la persona misma, en su dignidad como ser humano, puesto que está unida íntimamente a su libertad. Consiste en la posibilidad de que los individuos puedan dictar normas, como expresión de esa libertad, para autorregular sus relaciones privadas, normas que el Estado asumirá como propias, concediéndolas un vigor semejante al de la ley y por cuya eficacia velará con idéntico rigor(1). Su concepto fue elaborado por la doctrina civilista francesa de los siglos XVIII y XIX(2) en el ámbito del liberalismo imperante en la época que dio lugar al movimiento codificador que plasmó el principio en los códigos civiles por entonces promulgados y que consiste en el reconocimiento de un poder de autonormación, de regulación de la propia conducta en el ámbito privado, constituyendo y dando el contenido deseado a relaciones jurídicas con entera libertad, sin necesidad de someterse al dictado estatal(3).

    El principio de autonomía de la voluntad encuentra sus raíces en la filosofía individualista que se desarrolló a partir del siglo XVII (Grocio, Pufendorff, Kant, Wolff), aunque con cierta influencia anterior del cristianismo; se considera que el hombre es libre por esencia y no se puede obligar sino por su propia voluntad; es, por tanto, la voluntad individual la fuente única y autónoma de la ley. Ello conduce a que la propia existencia del Estado y demás cuerpos intermedios (en aquel período las corporaciones profesionales, sobremanera) tengan su origen en la voluntad individual: a ello hace referencia la teoría del contrato social, elaborada por Hobbes y Rousseau. Por tanto, los individuos conservan unos derechos esenciales contra el Estado y contra todo otro cuerpo que pueda reducir su libertad individual. El Estado, en reconocimiento de esa personalidad y dignidad, debe respetar su campo de soberanía, su libertad de determinar como desee sus relaciones privadas(4); a partir de estas ideas, Domat y Pothier desarrollaron la teoría general del contrato que encontró acogida en el Código napoleónico (5)

    Ahora bien, en la práctica, la autonomía de la voluntad sólo será operativa en tanto se encuentre reconocida por el ordenamiento jurídico estatal, por lo que su vigor varía a lo largo de la historia y dependiendo de los regímenes políticos imperantes en cada lugar, habiendo alcanzado su mayor proyección en los últimos siglos en Occidente, precisamente como consecuencia de la elaboración y aceptación de las teorías recién apuntadas. Es decir, la autonomía de la voluntad será efectiva en tanto el ordenamiento reconozca el valor primigenio y transcendental del ser humano, aceptando una autorrestricción que permita la regulación privada de las relaciones entre particulares(6).

    Además de libres, todos los hombres son iguales, por lo que sus relaciones deberán ser determinadas por acuerdos libremente aceptados entre ellos, sin que nadie pueda imponer a otro su voluntad; como nadie va a actuar contra sus propios intereses, las obligaciones que asuman han de ser necesariamente justas (al menos, desde una perspectiva subjetiva), de donde surge la máxima acuñada por Fouillee «qui dit contractuel, dit juste»(7).

    El Derecho contractual es, posiblemente, la rama del Derecho Privado en que se manifiesta con mayor intensidad la característica que algunos autores le atribuyen referida al predominio de la autonomía de la voluntad de los particulares sobre la regulación estatal(8). Las disposiciones legales existentes en este campo tienen carácter dispositivo, salvo en casos en que es necesaria una regulación coercitiva por el Estado para imponer reglas de interés general. La función básica del Derecho contractual consiste en asegurar el cumplimiento de lo pactado y velar porque esto sea fruto precisamente de una verdadera libertad, salvaguardando así la paz social.

    La libertad contractual es" una manifestación, quizá la más característica, de la autonomía de la voluntad(9), que alcanzó su cota de aceptación y desarrollo más elevado con el liberalismo decimonónico y resurgió con renovada vitalidad con el neoliberalismo, tendencias que han llevado el principio a límites extremos: «todo lo que no está prohibido por la ley, está permitido», se llegó a decir(10), con marginación de toda consideración ética (en un plano objetivo). El liberalismo pretendía defender la libertad individual frente a los dictados del poder preservando un ámbito de autonomía individual en el que no tendría competencias -los contratos-, salvo que esa intervención estuviera justificada por un interés público(11); lo pactado tendría valor simplemente por haber sido querido por los interesados, con independencia de su contenido: hay una garantía de justicia en el mismo hecho de que el pacto haya sido voluntariamente convenido, en cuanto que, como ya queda dicho(12), nadie se obligará a aquéllo que le pueda resultar perjudicial, puesto que cada persona es el mejor garante de su propio interés; la idea de justicia queda embebida en el propio fundamento de la obligatoriedad del contrato, en cuanto que nadie mejor que uno mismo para reconocer lo que es más justo, más conveniente, para él, sin que el Estado deba intervenir para revisar su juicio: ello entrañaría una intromisión en su ámbito de libertad (13). Por otro lado, la libertad contractual tiene un fundamento ético, derivado del principio de buena fe, en cuanto impone la fidelidad a la palabra dada, lo que permite a la otra parte confiar en la promesa realizada(14).

    La libertad contractual es, por tanto, la expresión en el ámbito negocial del marco de libertad o autodeterminación que supone, más ampliamente, el principio de autonomía de la voluntad; conforme a ella, el contrato pactado es plenamente efectivo y vinculante para las partes simplemente porque ha sido querido, porque es fruto de un acuerdo entre individuos, en que cada uno de ellos ha decidido libremente asumir una obligación, una conducta debida, a cambio de la correspondiente a la otra parte, sin que deba someterse a ningún otro criterio de validez (15); conlleva el reconocimiento por parte del Estado de una esfera de poder propia de los individuos en que no puede inmiscuirse, de manera que éstos puedan regular sus relaciones contractuales con amplia libertad; el Derecho contractual tendría, en tal marco, la función de garantizar con el poder coactivo del Estado el cumplimiento de esas normas creadas por los propios individuos y vinculantes por su voluntad (16), y de preservar ciertos intereses públicos, comunes, indisponibles por los individuos aisladamente, en cuanto que la libertad individual debe armonizarse con las necesidades de la vida en sociedad; en otras palabras, garantizar el funcionamiento del sistema(17).

    Quiere ello decir que la libertad contractual tiene un doble aspecto en cuanto a la intervención del Estado: por un lado, delimita un campo en que ésta está vedada, dejándolo al arbitrio de los particulares; por otro, requiere una intervención positiva para sancionar el incumplimiento por una de las partes de lo acordado: no sería posible la libertad contractual si no hubiera forma de hacer cumplir un contrato que una de las partes se niega a ejecutar, una vez acordado, con perjuicio de la otra; el Estado debe actuar para dar fuerza legal a lo pactado por medio de su poder coactivo(18); pero no puede revisar el contenido de lo pactado, la rescisión del contrato por lesión, por falta de equilibrio objetivo entre las prestaciones, está excluida en la doctrina tradicional de la autonomía de la voluntad porque la fuerza vinculante del contrato se encuentra en la simple voluntad individual(19).

    De ello deriva que el principio «pacta sunt servanda» se convierte en el centro del Derecho contractual(20), en cuanto que es manifestación del respeto estatal a la autodeterminación de los individuos y, sobre todo, de la fuerza vinculante de la palabra dada, de la obligación contraída libremente, que confiere fuerza de ley al contenido del pacto(21).

    Junto a esta función del Derecho contractual, de contenido coactivo, imperativo, existe otra, cumplida por las normas que han dado en llamarse de «derecho dispositivo»: elaborar un modelo contractual típico en que se encuentren equilibradas las posiciones de las partes de forma que, a priori, pueda considerarse que establece la regulación del contrato más equitativa y deseable, lo que el Estado entiende es su configuración «normal», con el fin de que los interesados no se vean obligados a negociar y elaborar todo el contenido del contrato cada vez que vayan a celebrar uno, previendo todas las posibles eventualidades de su relación; con ello se consigue un importante ahorro de tiempo y medios, a la vez que se ofrece a las partes una guía de lo que puede ser la solución más equilibrada en los casos previstos; ahora bien, como esta regulación es abstracta puede ocurrir que las partes encuentren que no se ajusta a sus necesidades, que no ofrece un modelo útil para su caso concreto, por lo que pueden modificar las previsiones legales en aquéllo que estimen pertinente. La regulación legal es, pues, supletoria, en tanto los interesados no acuerden otra cosa, dentro de los límites de la moral, el orden público y la ley (art. 1.255 CC)(22).

  2. EL DERECHO CONTRACTUAL EN EL «ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO»

    El «análisis económico del Derecho»(23) que, en su formulación inicial, correspondiente a la «Escuela de Chicago», se identifica con la ideología dominante en la época del Estado liberal de Derecho(24), entiende que el objetivo del Derecho es promover la eficiencia facilitando la realización de intercambios que conduzcan a una alocación de los recursos donde alcancen una mayor utilidad y disuadiendo de los que conduzcan a la situación opuesta(25), lo que favorecería la creación de riqueza y el desarrollo social.

    En esta...

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