Conclusiones finales

AutorMiguel Yaben Peral
Cargo del AutorAbogado. Ex Letrado Consistorial Diplomado Especialista en Derecho Constitucional y Ciencia Política Miembro de la Corte de Arbitraje del ICAM
Páginas351-364

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La certeza del derecho es cada día más difusa –se dice que el resultado del proceso es una especie de lotería–. Entiendo que a ello contribuye de manera significativa la maraña normativa que producen las distintas Administraciones, y de manera muy especial la Administración Local, en la que sistemáticamente, se eluden, o se suplantan las funciones consultivas de los funcionarios de carrera –de los que se presume imparcialidad–, acudiendo a los informes de los «eventuales de confianza» o de los de «libre designación», que naturalmente serán más complacientes con los deseos del político que les ha nombrado libremente. Así se harán posibles decenas de miles de ordenanzas, Reglamentos etc. carentes de las más elementales técnicas de elaboración normativa, alumbrando unos textos confusos, difusos o contradictorios, que serán fuente de conflictos y de incertidumbres y de inseguridad jurídica. En definitiva, de la quiebra generalizada de la confianza de los ciudadanos en una Administración imparcial, que se extiende a las más Altas instancias del Estado, como por ejemplo el Tribunal constitucional del que se conoce de antemano el resultado de sus sentencias, sobre todo las de contenido político, en función de quien sea el grupo político que los ha designado. y así hasta el último pueblo de España, en el que al socaire del principio de autoorganización se cometen todo tipo de desmanes, maquillados por la intervención de una estructura burocrática clientelar patrimonializada por la política.

Con todo, la conclusión final básica es que el deber de imparcialidad de los funcionarios lleva incorporado, como la sombra al cuerpo, el derecho de los ciudadanos a que sus asuntos se traten y se resuelvan con absoluta neutralidad y con estricta sujeción a la Ley y al derecho. y ese objetivo nuclear e indeclinable es incompatible con la presencia y participación en los expedientes de los llamados «funcionarios de confianza» al estar como

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están lastrados y vinculados a los políticos mediante un «do ut des» (literalmente te doy para que mes des), que como es obvio se traducen en una adhesión inquebrantable que pulveriza cualquier atisbo de imparcialidad.

Nuestro pasado nos ilustra y nos obliga a reflexionar, siquiera sea mínimamente para no regresar –como se ha regresado– a una Administración corrupta, parasitaria, prebendalista y clientelar al servicio del libre albedrio o de la arbitrariedad del político de turno.

Una sociedad libre y democrática inserta en un Estado de derecho, no puede consentir semejante regreso, de tal manera que la necesaria coexistencia del político (con la legitimación democrática indiscutible para dirigir la Administración) con el funcionario llamado al ejercicio imparcial de su función (reclamada constitucionalmente), ha de producir una situación de seguridad jurídica para los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, que han de quedar siempre y en todo caso salvaguardados de arbitrariedades y desviaciones de poder (art. 9.3 de la constitución).

El funcionario no puede ni debe producir injerencias en la competencia de dirección reservada a los políticos (no es su misión) pero sí debe ejercer su función de manera imparcial guste o no guste al político (esa sí es su función), plasmando en su ejercicio sus conocimientos técnicos y sus propuestas de acuerdo con su experiencia y pericia al servicio de la Ley y del derecho, asegurando su imperio.

Desde éstas premisas, a la luz del orden expositivo que se contiene en los precedentes capítulos, se ha pasado revista a los principios y garantías jurídicas que debieran contribuir a hacer efectivo el principio de imparcialidad, respecto del cual, (he de insistirse en ello), los ciudadanos han de considerarse sujetos de ese derecho.

Se han repasado las quiebras, desviaciones, disfunciones y corruptelas, cuyas prácticas, lamentablemente generalizadas, han producido finalmente el descrédito y la pérdida de confianza de la ciudadanía en sus instituciones.

El art. 103.3 de la constitución Española al que vengo recurriendo ad nauseam, ha de calar en la clase política, en los funcionarios y en la ciudadanía, como un precepto jurídico válido y prevalente que reclama la imparcialidad, y que en la realidad que vivimos está oscurecido cuando no

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negado por su desconocimiento sistemático por parte de los poderes públicos hasta el punto de quedar desconectado de la realidad social.

Es tiempo por tanto de meditar objetivamente sobre la deriva de la función pública en España y de su funesta patrimonialización por la clase política para preguntarnos como se ha de garantizar a los ciudadanos el que las Autoridades y los funcionarios sean realmente imparciales y neutrales en sus decisiones y en sus informes o propuestas, en la inteligencia de que en ello está en juego la recta aplicación y la preservación de sus derechos respecto de la cuestión que hayan suscitado ante los poderes públicos, y que ésta se resuelva con sujeción estricta a la Ley y al derecho. y para que en definitiva, el valor de la seguridad jurídica proclamado en el art. 9.3 de la constitución garantice la «…confianza que los ciudadanos pueden tener en la observancia y el respeto de las situaciones derivadas de la aplicación de normas válidas y vigentes…» (sTc 147/1986 fJ.4º). obvio es insistir en que para obtener esa certeza garantista, no se puede subestimar la importancia de contar con funcionarios imparciales y neutrales.

Comparto la conclusión del prof. RAMon pARAdA vAzquEz (Re-vista de la Administración pública 150/1999) en el sentido de que frente al modelo de la función pública de privilegio respecto del empleo privado en el marco de compromiso y lealtad con la organización, no puede producirse una retroacción al spoil system habida cuenta de que la experiencia histórica hace descartable el procedimiento y de que como señala con acierto el ilustre profesor «incluso en los paises más refractarios a una función pública permanente, los servicios públicos, como los ejércitos, no se puedan improvisar en cada cambio de mandato político, sino que necesitan de la dedicación de por vida de unos servidores…».

La realidad jurídico social que se percibe por la inmensa mayoría de la ciudadanía es que en la función pública, las llamadas «redes clientelares», han proliferado desmesuradamente y constituyen un germen que propicia la corrupción, y que en cualquier caso, ofenden a la idea de imparcialidad, si bien –hay que decirlo– las prácticas corruptas no se denuncian «desde fuera» por la convicción de que no serviría para nada, y desde dentro por el temor (fundado) a ser represaliado.

La consecuencia es que en los servicios claves y relevantes de la Administración se ha instalado una auténtica corte aúlica que sirve a la aplicación del derecho «que es» frente al derecho que «debe ser». Y ello ha de

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evitarse por fidelidad a los principios constitucionales que quieren una función pública neutral, independiente, profesionalizada e imparcial que sirva como sistema y modelo de seguridad jurídica, aunque ello pueda representar y represente un obstáculo para la satisfacción del político de turno en su afán de dominio y libre albedrío que alcanza a los lugares más recónditos de la actuación administrativa.

Esta práctica desviada, notoria y alarmante, ha sido denunciada unánimemente por la doctrina –con mayor o menor...

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