La cláusula del Estado social de Derecho y su proyección sobre el Derecho Administrativo

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas49-110

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Con carácter general, se puede decir que tras la Segunda Guerra Mundial, especialmente en el denominado mundo occidental, vivimos en un modelo de Estado que se define como social y democrático de Derecho. Un modelo que, como se sabe, supone un estadio más en la evolución de la institución estatal desde su primera dimensión constitucional en forma de Estado liberal de Derecho. Tal transformación, como se ha estudiado ampliamente, ofrece una muy relevante proyección acerca del sentido y funcionalidad de los derechos fundamentales de la persona, que pasan de ser barreras inmunes a la acción de los Poderes públicos a constituir elementos estructurales básicos y directrices centrales de la médula de la acción del Estado.

En realidad, las Declaraciones Internacionales de Derechos, empezando por la de Naciones Unidas en 1948 y continuando por las que la siguieron, empezaron a llamar derechos humanos, que son los derechos innatos a la persona, a los derechos que tiene el ser humano en cuanto tal, que a él pertenecen, derechos que van más allá de la lógica individual y que se insertan en derechos que reclaman, por estar indisolublemente unidos a la dignidad humana, determinadas obligaciones de hacer o prestaciones que la Sociedad y el Estado deben realizar y que estudiamos en este trabajo. Estudio en el que mantendremos una posición bien clara: los derechos fundamentales de la persona son aquellos que son

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inherentes al ser humano, sean de orden individual en su versión clásica o, en versión más completa, sean objeto de determinadas prestaciones del Estado o de la Sociedad dirigidas a garantizar unas condiciones de dignidad que hagan posible el libre y solidario desarrollo de cada persona.

España, por ejemplo, a tenor de lo dispuesto en el artículo 1.1 de la Constitución de 1978, «se constituye en un Estado social y democrático, que propugna como valores superiores de su Ordenamiento la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo». Es decir, desde 1978 nuestro país se inserta en esta tradición jurídica constitucional del Estado social y democrático de Derecho cuya luz y potencialidad está todavía pendiente, en alguna medida, de proyectarse sobre el conjunto de las categorías, conceptos e instituciones del Derecho Público, especialmente del Derecho Administrativo.

La realidad de nuestro país, que no puede ser obviada por el investigador y el estudioso del Derecho Administrativo, puesto que este sector del Derecho Público hunde sus raíces en la realidad, demuestra que todavía la sensibilidad social de nuestro modelo de Estado, a pesar de los avances transcurridos, presenta no pocos problemas y provoca todavía no pocas situaciones que reclaman una acción social y asistencial más intensa y extensa en relación con las personas excluidas y con quienes están en peores condiciones para desarrollarse libre y solidariamente en la Sociedad. Por eso, una reforma de la Constitución que reconozca los derechos sociales fundamentales y los principios de promoción y prohibición de la regresividad en la materia, es cada vez más urgente, sobre todo porque la pétrea y literal interpretación del artículo 53 de nuestra Carta Magna es un freno que impide al Tribunal Constitucional, poder podría hacerlo como explicamos en esta investigación, avanzar por esta senda.

La irrupción del Estado social responde a la relevancia de la denominada cuestión social. En efecto, la cuestión social, como bien sabemos, supone la toma de conciencia de la necesidad de que el Estado asuma un papel protector en lo que se refiere a las demandas de tipo social que por entones aparecen por doquier en Europa.

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La presencia del Estado social en la vida de los pueblos puede decirse que es tan antigua como el compromiso social del Estado. Sin embargo, puestos a buscar alguna fecha en la que tal realidad se haya manifestado con cierta concreción podemos situarnos, como suele ser habitual, en la primera mitad del siglo xIx en el marco de la revolución industrial. Por entonces, como es sabido, se promulgan un conjunto de leyes destinadas a una mayor protección del trabajador en el marco del contrato laboral. Son, por ejemplo, las leyes inglesas de los años 1802 a 1878 acerca de restricciones a la libertad contractual dirigidas a mejorar las condiciones laborales en materia de horarios o descanso semanal, entre otras materias6. En 1905 se revisan las leyes de orden laboral, sobresaliendo la Royal Commision on Poor Laws and Relief of Distress que ya propuso la creación por entonces de un sistema de seguridad social y que sirvió de base a la National Insurance Act de 1911 en la que Beveridge tuvo una participación muy destacada7.

Las revoluciones de 1848 se inscriben en profundas reformas políticas, pero también sociales. En Francia la igualdad se sitúa al mismo nivel que la libertad. La Comuna de París de 1871 significó, en este sentido, la organización del crédito y la garantía al obrero del valor total de su trabajo, reconociéndose los derechos a una instrucción gratuita y laica, el derecho de reunión, de asociación y libertad de prensa8.

Alemania, entre 1883 y 1889, contó con una importante legislación de carácter social probablemente a causa de la necesidad de disponer de un Estado fuerte capaz de acometer una operación política de la envergadura de la reunificación, que buscó el respaldo popular a través de la prestación de servicios de carácter social9. Además, la irrupción en escena del canciller Bismarck,

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que precisamente ha pasado a la historia, a pesar de su forma de gobierno, por un proverbial paternalismo, significó un paso importante en la acción social del Estado. Ello sin olvidar la existencia de un socialismo moderado en el que brillaría con luz propia Lassalle, promotor de la reforma social, que tendría una destacada participación en algunas de las innegables conquistas sociales producidas durante ese tiempo, entre las que se pueden citar, entre otras, las relativas a la seguridad de los trabajadores frente a los accidentes de trabajo, la creación de un sistema de cajas de enfermedad o la incapacidad de los trabajadores por razones de edad o de invalidez.

En 1883 se dictó la ley del seguro de enfermedad, en 1884 la ley de accidentes laborales y en 1889 se creó el primer sistema de jubilación a partir de las cotizaciones pagadas por partes iguales por empresarios y obreros más una participación del propio Estado. En 1891 se estableció por ley la jornada laboral máxima, la prohibición del trabajo nocturno para mujeres y niños y el descanso dominical obligatorio y, también en ese año, se implantó el primer impuesto progresivo sobre la renta. Finalmente, en 1895 se dispuso la intervención del Estado en la educación primaria y secundaria.10En España, como en tantas otras cosas, habrá que esperar a 1873 a la ley de trabajo para los menores, a 1878 en materia de trabajos peligrosos de niños, a 1900 sobre el trabajo de mujeres y niños, a 1904 sobre el trabajo dominical, habiéndose dictado sendos Decretos en 1902 acerca del contrato de trabajo y en 1919 estableciendo la jornada de 8 horas.

La Primera Guerra Mundial y la crisis económica de 1929 propiciaron la necesidad de dotar de mayor contenido social al Estado. Por una parte el sector privado no estaba, ni mucho menos, en condiciones de ser la locomotora del desarrollo económico y, por otra, las tímidas pero claras iniciativas normativas en diferentes países de Europa de cuño y signo social iban produciendo, con luces y sombras, sus frutos.

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En este contexto, se empieza hablar de Estado benefactor, de Welfare State, de Estado de bienestar, que es un término que surge del Estado social y que supone una fase de su evolución. Por entonces Keynes nos dirá que el mercado ya no es capaz de garantizar un determinado nivel de actividad que permita el pleno empleo de los recursos productivos. Es decir, según Keynes y sus seguidores, la autorregulación del sistema económico es una falacia, como también lo es la idea del Estado como encarnación mecánica de la ética y la justicia. Se pone de manifiesto, pues, la intervención del Estado para corregir los fallos y disfuncionalidades del sistema económico y también, por supuesto, para paliar los efectos nocivos que la crisis ocasionó a los más vulnerables. Se ponen en marcha políticas sociales dirigidas a mejorar los salarios y los seguros sociales en combinación con políticas económicas orientadas a impulsar la producción y sistemas impositivos progresivos en un contexto de pleno empleo.

En este sentido, la experiencia alemana de Weimar, la legislación sueca de los años treinta del siglo pasado y el denominado New Deal de Roosevelt en los Estados Unidos de Norteamérica, se presentan como los paradigmas de un Estado de bienestar que hoy está, en su versión estática, en franca decadencia en todo el mundo. El caso sueco nos enseñó la importancia de los acuerdos con los sindicatos (Acuerdos de Saltsjöbaden) para articular políticas coherentes razonables y humanas, a la vez que puso en valor los planteamientos keynesianos y, fundamentalmente, el sistema impositivo como instrumento para la política de redistribución de rentas.

Por lo que se refiere a la metodología del entendimiento como estrategia para buscar las mejores soluciones para las necesidades sociales de los ciudadanos, los Acuerdos de Saltsjöbaden son un ejemplo de manual, en buena parte debido a la moderación de unos sindicatos que pensaron en todo momento más en los trabajadores que en sus propios intereses corporativos o tecnoestructurales. Fruto de esos Acuerdos surge un conjunto de leyes relevantes. En 1913 se diseña un sistema general de pensiones para la vejez, en 1916 se establece la obligatoriedad de los seguros

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frentes a los accidentes laborales, en 1918 se fija la jornada laboral en 8 horas, en 1928 se regulan los convenios colectivos, entre 1935 y 1937 se reforma el régimen de pensiones y en 1938 se reconoce el derecho a dos...

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