La unión de Castilla y León y la revitalización del ánimo ibérico

AutorModesto Barcia Lago
Páginas317-329

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Alfonso IX, al fi n y al cabo gallego-portugués, había buscado con insistencia el acomodo de las relaciones del Reino de Portugal con el de León. No se trataba, obviamente, de una aspiración meramente afectiva, sino avalada por la consciencia de que el ortograma de articulación ibérica que se expresaba en la tradición imperial leonesa, requería el protagonismo portugués activo en el mismo, sin perjuicio de la independencia del joven Reino, que ya su abuelo, Alfonso VII el Emperador, y su padre, Fernando II, habían reconocido, respetado y defendido. También, claro, para reconducir a Castilla, después de todo, surgida de la parte oriental vascona del Reino leonés, al tal ortograma, dentro del marco matricial del Imperio Hispánico.

Quedó claro que el Papado no iba a consentir pasivamente que la fragmentación política del espacio ibérico cristiano, laboriosamente trabajada, hubiera dado paso a una nueva reconstitución imperial, que, por la potencia expansiva sufi cientemente demostrada por las unidades fragmentadas resultantes, Portugal, León y Castilla, muy probablemente podría integrar en un marco político unitario los otros Reinos de Navarra y Aragón-Cataluña, reproduciendo, pues, pero ya desde la madurez histórica de que antes se carecía, el viejo encargo del Imperium totius Hispaniae de Alfonso VI, que llevó al Pacto de Unión con el matrimonio de Doña Urraca y Alfonso I de Aragón el Batallador, en cuya frustración tanto empeño había puesto el Palacio de San Juan de Letrán.

Si el ortograma de la reconquista avanzaba en una orientación ortogenética Norte-Sur, el ortograma ibérico se extendía en ondas expansivas del Occidente atlántico hacia el Oriente peninsular mediterráneo, al modo como la ciencia de la metereología ha demostrado que sucede con la circulación de las borrascas ondulatorias, producidas por el "frente polar" -así denominado por el metereólogo noruego BJERKNES, en analogía con los frentes de guerra en la primera contienda mundial-, moviéndose en el lecho de una vaguada de las ondas largas de Ross- by788. El enfeudamiento romano de Portugal a poniente, pues, debilitaba el empe- Page 318 llón de la onda ibérica, y con Aragón en el Levante también sometido a la soberanía papal, como Inocencio III no se abstuvo de recordar a Simón de Monfort, tutor de Jaume I, los dos Reinos debían operar como mandíbulas de la tenaza lateranense que sujetasen las pulsiones ibéricas del ortograma imperial, por cuya dirección rivalizaban Castilla y León, ya que la eventual unidad ibérica, cimentada en la legitimidad que confería al Imperio Hispánico el triunfo cristiano sobre la muslemia, socavaba las bases jurídicas e ideológicas mismas de la preeminencia política pontifi cal, que Roma sostenía, como dijimos, sobre la trapacería de los fraudes píos y la falsifi cación de la Donatio Constantini, que en la chancillería del Palacio de Letrán había llevado a cabo el diligente funcionario Cristóforo, y que, ya en el año 1001, había puesto contundentemente en tela de juicio el propio Emperador alemán Otón I, tratando de sacudirse la dependencia del Papado y que, en el Renacimiento, demostraría contundentemente Lorenzo Valla.

Y si, por debajo de las diferencias de León con Castilla, latía el disgusto del primero por la pérdida del rango protocolario, que, como depositario del patrimonio histórico de la pulsión hispana, reivindicaba -bien que no la titulación imperial expresa, claro-, frente a una Castilla engrandecida, por este motivo Alfonso IX no podía aceptar la escenografía de la batalla de las Navas, que lo colocaba bajo el comando castellano; pero se comprende el paternal amparo que las instancias eclesiásticas dispensaban a Alfonso VIII, para que el necesario esfuerzo conjunto en la empresa reconquistadora no se desviara de los límites que convenían a los intereses papales, que la obsesión de Alfonso IX ponía en peligro.

Así, la defensa por este Monarca de los intereses eclesiales y de la nobleza portuguesa que apoyaba a sus hijas en la confrontación con Don Alfonso II, en tanto que servía también a su reforzamiento en la perspectiva apuntada, lo circunscribía la sutil diplomacia vaticana a los límites estrictos del sometimento del Rey portugués rebelde, impidiendo la culminación de la línea estratégica leonesa, como vimos; y la oferta solemne que Alfonso IX hizo de la Catedral de Santiago podía verse por el Papado, no como una concesión indicadora de que estaba dispuesto a mantenerse en la ortodoxia eclesial romana, sino, tal vez, como la revitalización simbólica de la caput refulgens aureum Hispaniae que un día había disputado a la misma Roma la primacía pontifical, con el apoyo del Divino Gemelo, dando alientos a Iberia y a toda la cristiandad desde el fi nis terrae, donde Apolo hundía su carro de luz en el océano para alumbrar los caminos futuros de la gesta ibérica de los descubrimientos, por lo que tampoco le serviría de apoyo a su aspiración de alianza con Portugal, sino que, al contrario, agudizaba la prevención contra el acercamiento entre los dos Reinos.

La paz de Coimbra había certifi cado la primacía de Castilla entre los Reinos cristianos peninsulares, y eso no podía satisfacer la Alfonso IX. En el tratado de Cabreros del 26 de marzo de 1206, tuvo que asumir la posición de su primo el Rey castellano, Alfonso VIII, y aceptar que el Infante Fernando, nacido de su disuelto matrimonio con Doña Berenguela, recibiera los discutidos castillos Page 319 que formaban la dote de ésta, así como tuvo también que reconocer a este hijo castellano como heredero al trono de León, pretiriendo, en consecuencia, a su primogénito, el portugués, también llamado Fernando, nacido del anulado primer matrimonio con Doña Teresa, la hija de Don Sancho I. De este modo, las previsiones sucesorias contemplaban la hipótesis de un Rey, Fernando, hijo mayor de Alfonso VIII, en Castilla, y el nieto de éste, el otro Fernando, hijo de Doña Berenguela y de Alfonso IX, en el trono leonés, con deber de vasallaje a su tío por los castillos de la dote de su madre. Ganaba Castilla y Portugal quedaba excluido; obviamente, el Papa tenía sobradas razones para sentirse satisfecho: se afi rmaba la preponderancia castellana, se reducía al Reino imperial de León a la condición de tributario, se impedía que Portugal rompiese su vasallaje eclesial, y, en fi n, la fragmentación política de la Península dejaba a Roma de árbitro.

Los acontecimientos posteriores demostraron que no era una buena solución, pero además el azar intervino en forma de muerte prematura del Príncipe Fernando, el heredero de Castilla, en agosto de 1214, y, en octubre siguiente, de su padre, el propio Alfonso VIII; pero también murió el hijo portugués de Alfonso IX, Fernando, nieto de Don Sancho I. En Castilla tuvo que ser proclamado Rey el hijo menor del fallecido Monarca, Enrique I, un niño nacido en 1203, encomendado por el difunto Alfonso VIII, a la regencia de Dueña Berenguela, inmediatamente cuestionada por un sector infl uyente de la nobleza liderada por Alvar Núñez de Lara, que consiguió desplazarla del cometido. La tentativa del noble, para conservar su poder, de casar el Rey niño con la hija mayor de Alfonso IX, Teresa, y reconocer a los dos como herederos, privaría a Fernando, el hijo de

Doña Berenguela, de la Corona de León, si bien llevaría a la unión de los Reinos; pero jugaba en contra la desconfi anza que inspiraba Alvar Núñez, la reconocida prudencia de Doña Berenguela y sus buenas relaciones con su ex marido, y las dudas del propio Alfonso IX, quien, cuando en enero de 1217 otorgó a sus hijas portuguesas, Doña Sancha y Doña Dulce, extensos patrimonios en Galicia, imponía la condición de que prestasen vasallaje por ellos a quién fuese Rey de León.

El caso es que otra vez el azar resolvió el problema, mediante la muerte accidental del joven Rey Enrique I el 6 de junio de ese año 1217; ahora era la heredera Doña Berenguela. Así y todo, consciente ella de las difi cultades femeninas para asentarse en aquellas procelosas circunstancias, haciendo gala de una gran diligencia y habilidad, tomó posesión e inmediatamente renunció en favor de su hijo, consiguiendo entronizarlo Rey de Castilla, como Fernando III, en medio del fervor popular suscitado en Valladolid, el 1º de julio siguiente, con disgusto de Alfonso IX, cuya ayuda reclamaba el bando antifernandino. Pero, pese a la tensión derivada de la situación, finalmente, mediante concesiones al Rey de León, el Pacto de Toro, del 26 de agosto de 1218, afi anzaba a Fernando III en el trono de Castilla, poniendo fi n a la última querella bélica entre los dos Reinos. Continuaban, mientras tanto, las operaciones contra los restos musulmanes de las terceras taifas, que surgían de la descomposición almohade; la colaboración de Al- Page 320 fonso IX hizo posible que Portugal se posesionase de Elvas en 1229, sin perjuicio de la conquista de Cáceres y otras plazas para el Reino de León. El dominio del caudillo murciano andalusí Ibn Hud, descendiente de los antiguos gobernadores de Zaragoza, que cerró la etapa almohade, quedó desbaratado en Alange en marzo de 1230 y se derrumbó toda la línea del Guadiana, aunque continuaría algún tiempo el poder andalusí en Murcia, hasta ser anexionada, algo más de una década más tarde, por el entonces Príncipe Alfonso, el heredero de Fernando III.

Mas aquel año murió Alfonso IX. Fue un momento crucial, porque, confi rmando en su hora suprema la inclinación portuguesa que este Rey mantenía fi rmemente, legó la Corona a las hijas Doña Sancha y Doña Dulce, y no al hijo que había tenido con Doña Berenguela, el Rey Fernado III de Castilla, conforme procedía por el acuerdo de Cabreros. Se abría una...

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