Cambios sociológicos y modernización del Sistema de Seguridad Social español.

AutorJaime Frades Pernas
CargoGabinete Técnico Confederal de UGT. Madrid.
Páginas75-94

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Quisiera empezar por agradecer al Ministerio de Trabajo e Inmigración que me haya invitado, un año más, a

participar en la Universidad Menéndez Pelayo. Empiezo señalando que desde finales de los años 80 o principios de los 90, a nivel europeo se vienen señalando tres grandes retos que tienen los sistemas de protección social, de los que depende, por una parte, la sostenibilidad de los sistemas públicos de protección social, y, por otra, la propia legitimidad de los mismos en cuanto al modo y medida en que se adapten a estos cambios. Bien es cierto que nuestro sistema en los últimos 30 o 20 años, se ha ido adaptando de forma positiva a los mismos. Por ejemplo, mediante la universalización de la sanidad, de los servicios sociales, de las prestaciones familiares o la implantación de un nivel no contributivo de pensiones. Por la adaptación también a nuevas demandas sociales, como, por ejemplo las prestaciones a las personas dependientes, la mejora y extensión de las prestaciones que permiten conciliar la vida familiar y laboral, o la implantación de las prestaciones de paternidad.

No obstante estos y otros avances, convendría analizar si se han hecho todos los cambios que se precisarían y si los que se han hecho son suficientes.

Tres son los grandes cambios que, como digo, se vienen señalando desde hace veintitantos años, y recalco lo de los años porque algunos cambios, como el demográfico, requieren de soluciones inmediatas porque los efectos de las políticas natalistas, por ejemplo, son perceptibles a muy largo plazo. Sin embargo, poco o nada se ha hecho durante tan largo periodo de tiempo para invertir o moderar la tendencia al envejecimiento demográfico. Otro cambio importante es el cambio familiar, en los modelos familiares, y por último los cambios en el mercado de trabajo.

Estos son los tres temas de los que voy a hablar, aunque sobre el aspecto demográfico ya habrá hablado por la mañana José Antonio Cordón, con mucho más conocimiento que yo.

En el ámbito del envejecimiento, se producen dos hechos de especial relevancia, por una parte la caída en la tasa de fecundidad, ahora estamos en 1,4 hijos por mujer, cuando

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la tasa de reposición se sitúa en 2,1; otro aspecto es el incremento de la esperanza de vida. Y esos dos fenómenos conducen a unas previsiones que, con todas las cautelas que se quieran, son las siguientes. Por una parte el empeoramiento de la tasa de dependencia. Ahora mismo tenemos una persona mayor de 65 años por cada cuatro personas en edad de trabajar, en el año 2050 las proyecciones sitúan esa tasa de dependencia en el 60%, lo cual quiere decir que por cada persona mayor de 65 años habrá 1,7 personas en edad de trabajar. Para mantener la misma tasa que en la actualidad, tendríamos que elevar la población en edad de trabajar a 60 millones de personas, lo que supondría que nuestra población total habría de duplicarse, lo cual es imposible con las tasas de fecundidad que tenemos. La segunda consecuencia, o la segunda previsión, es que la población pensionista se puede duplicar y que, por lo mismo, el gasto en pensiones también puede duplicarse. Asimismo, el envejecimiento trae consigo también el incremento en el gasto sanitario y de los cuidados de larga duración. Como contrapartida, el envejecimiento puede suponer una reducción del peso del gasto en educación y prestaciones familiares.

Quiero decir respecto a estos datos que son proyecciones a muy largo plazo y por tanto tienen un elevado grado de incertidumbre. Iba a traer un cuadro ilustrativo de las diferentes proyecciones que ha habido en los últimos 10 años, con variaciones muy notables, incluso las más previsibles de todas, las demográficas. Por ejemplo, como se recordará, en unas primeras proyecciones a principios de los años 2000, el INE, por ejemplo, no previó el incremento de la inmigración y como resultado arrastró unas proyecciones sobre tasa de dependencia y gasto en pensiones que no aguantaron mucho tiempo. En el siguiente cuadro un conocido experto hace la siguiente proyección que viene a ser coincidente con la que ha hecho, por ejemplo, en 2008 el Ministerio de Trabajo en el Informe de Estrategia Nacional de Pensiones que envía cada cierto tiempo a Bruselas. Vuelvo a reiterar que las proyecciones hay que tomarlas con todas las cautelas del mundo, por ejemplo en el cuadro macroeconómico que presentó el Gobierno español en Bruselas, con datos procedentes del Ministerio de Economía y Hacienda, daba para el periodo 2030 al 2060 un escenario que si hoy lo analizaran las agencias de calificación podría hundir nuestra economía. Hablaba de un periodo de 30 años consecutivos de bajo crecimiento y de pérdida continuada de empleo, lo cual supondría una catástrofe, no sólo para el sistema de pensiones, sino para el propio país.

Haciendo caso de este cuadro, siempre en términos relativos, vemos como la población en edad de trabajar disminuye, aumenta la población de más de 64 años, y todo ello nos da como resultado que el gasto en pensiones en el año 2049 se situaría en torno al 15% del PIB. Hay que decir que este gasto es el que tienen ahora, más o menos, países como Italia, Austria o Francia. El problema no está tanto en el gasto, que se puede asumir, como en los ingresos por cotizaciones que, de acuerdo a esa proyección, se situaría en el 9,10% del PIB.

Como no quiero extenderme demasiado sobre este tema, porque se ha hablado suficientemente por la mañana, si quiero señalar algunas iniciativas que se han ido tomando en Europa a lo largo de los últimos años en materia de pensiones para amortiguar el efecto demográfico. Y ahí encontramos ejemplos para todos los gustos.

En primer lugar el cambio de sistema; el caso más señalado es el caso de Suecia e Italia, con el paso de un sistema de reparto puro a un sistema de cuentas nocionales o de capitalización teórica que sigue siendo en esencia un sistema de reparto pero que refuerza la contributividad y relaciona más las contribuciones efectivamente realizadas con lo que se va a percibir. Es un sistema de cotización definida que, en resumidas cuentas, supone una reducción de la solidaridad y establece,

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además, una serie de mecanismos de estabilización automática para lograr el equilibrio financiero del sistema.

Otro ámbito de actuación ha sido el reforzamiento de la contributividad sin cambiar el sistema. En definitiva, ligando más la cuantía de la pensión a lo realmente cotizado, incidiendo sobre diversos parámetros como la modificación de porcentajes, el incremento del número de años para percibir la pensión máxima o incrementando, por ejemplo, el número de años para el cálculo de la pensión.

Otro cambio relevante ha sido el relacionado con la edad de jubilación, y ahí sí que ha habido muchas novedades e iniciativas. La primera, la equiparación legal entre hombres y mujeres; en muchos países tenían, y aún tienen, edades diferentes, como era el caso de Grecia, Austria, Reino Unido; en otros, progresivamente van equiparando la edad de unos y otros durante un largo periodo transitorio. En el mismo orden de cosas, en algunos países se han reducido las posibilidades de jubilación anticipada y, en otros, se ha elevado la edad de jubilación hasta los 66 o 67 como Alemania, Dinamarca, Noruega, Islandia e Irlanda, en todos ellos con amplios periodos transitorios. En otros países se ha suprimido la edad de referencia; es el caso de Suecia o Finlandia, en los que no se adquieren derechos máximos a una determinada edad, uno recibirá lo que le corresponda a los 65, 66 o más años. Quiero señalar, no obstante, que en Suecia, a pesar de ese cambio de sistema, siguen existiendo, y también en Finlandia, limitaciones a la edad de jubilación mediante convenios colectivos y la mayor parte de éstos siguen situando los 65 años como edad de jubilación.

Otra novedad más, en algunos países se ha introducido un factor demográfico en el cálculo de la pensión. Dicho de una manera más cruda, a la hora de calcular la pensión interviene un elemento corrector de tal suerte que a medida que se incrementa la esperanza media de vida la pensión se reduce.

Aunque menos frecuente, ha habido algunas reformas que han establecido mecanismos de penalización por jubilación anticipada, que incide directamente en las empresas y no tanto en el trabajador. En Finlandia se establece una especie de malus a aquellas empresas que abusan de las jubilaciones anticipadas. En Francia hace tiempo había una contribución, la Contribución Delalande que ha sido sustituida por una contribución específica sobre los prejubilados por las empresas (salvo en los supuestos de despidos colectivos por motivos económicos, entre otros) y a cargo exclusivamente de los empresarios. Es decir, cuando una empresa abusa de las prejubilaciones sin causa justificada tiene una penalización en las cotizaciones. No es el tipo de reformas más habitual, lamentablemente.

Por último, existen otro tipo de iniciativas, como es el caso de Finlandia y Holanda, en el que el mayor esfuerzo se dirige a la colocación de los trabajadores mayores. Más que poner dificultades a la jubilación anticipada, que no se debiera poner, porque no hay restricciones suficientes para que las empresas sigan despidiendo cuando quieran, en esos dos países se incide en la empleabilidad de los trabajadores de mayor edad. Por muchos límites que se pongan, las empresas son las que siguen teniendo la decisión de despedir a un trabajador y lamentablemente la edad real de jubilación nunca va a coincidir con la edad legal. En España, por ejemplo, aproximadamente el 30 por ciento de los trabajadores que se jubilan hoy vienen de una situación previa de desempleo; lo cual quiere decir que una buena parte de ellos se habría jubilado mucho más tarde si hubiesen tenido la posibilidad de seguir trabajando.

Curiosamente, los resultados más positivos en relación con la edad se han dado en esos dos países donde, como decía, se ha dado prioridad a la colocación de los trabajadores mayores, a la readaptación de los puestos de trabajo para éstos, a las políticas en contra de discriminación por razón de edad, etc. En este

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tipo de políticas hay que decir que en nuestro país, lamentablemente, no se ha hecho el esfuerzo necesario.

Cuando hablamos de las consecuencias del envejecimiento, estamos hablando fundamentalmente de gasto, pero ¿qué pasa con los ingresos?. Hemos visto que según algunas proyecciones el gasto en pensiones se puede situar en torno a un 15% del PIB. El problema estaría, según esas previsiones, en que los recursos con los que contamos se situarían en torno al 9% del PIB si sólo consideramos las cotizaciones sociales. Y aquí conviene ser honestos. En primer lugar, si bien disponemos de hipótesis más o menos razonables sobre la previsible evolución de la población, la viabilidad del sistema de pensiones público depende en gran medida del mantenimiento o crecimiento de la renta «per cápita» la cual depende, en muy alto grado, del aumento de la productividad del trabajo. Y es aquí donde o no se aventuran hipótesis o, cuando lo hacen, están deliberadamente dirigidas a probar el esquema de partida: el sistema es inviable si no se hacen reformas por la vía del gasto.

En segundo lugar, porque el Pacto de Toledo, al que todos ensalzamos, tiene dos limitaciones que desde el punto de vista de la UGT no son del todo aceptables. La primera, que las pensiones han de financiarse básicamente o fundamentalmente con cotizaciones sociales, las cuales, además, dice el Pacto no deben incrementarse con el fin de no restar competitividad a las empresas españolas y, la segunda, que las aportaciones públicas, es decir los impuestos, sólo van a financiar los complementos de mínimos de las pensiones. Señalo de paso que con los datos al día de hoy, en 2010, no va a ser posible cumplir con aquel objetivo de que los complementos de mínimos se financiarán completamente en 2012 con impuestos, puesto que todavía siguen financiándose, con cotizaciones sociales 4.000 millones de euros.

Por lo tanto, si queremos salvaguardar el sistema y con pensiones aceptables, eso no es posible si sólo se financian con cotizaciones y si las aportaciones del Estado, la solidaridad general, se limita a financiar sólo los complementos de mínimos. Otro problema añadido más es la pretensión empresarial de siempre, pero últimamente con mayor e injustificado radicalismo, de reducir de forma considerable las cotizaciones empresariales. Reducir las cotizaciones sociales, incluso en menor cuantía a la demandada por los empresarios, supone no poder financiar las pensiones públicas ni a corto ni a largo plazo.

En nuestra opinión, y también de otros sindicatos, para mejorar e incluso mantener el grado de bienestar social es indispensable aumentar las aportaciones públicas para financiar la protección social. Y voy a dar algún dato porque a veces estas cosas se olvidan. En 2007, el último año que recogen las estadísticas de Eurostat, las aportaciones públicas en España para financiar la protección social en su conjunto suponían el 7,8% del PIB. En la Unión Europea eran el 10,3%, una diferencia por tanto de 3 puntos y medio. Si queremos compararnos, con los países más avanzados socialmente hablando, como los países nórdicos que tienen modelos de bienestar mucho más desarrollados, ahí las aportaciones del Estado van del 12% al 20% del PIB. Señalar también que las contribuciones empresariales en España, en términos de PIB, se sitúan justo en la media de la Unión Europea.

Conviene recordar que en las primeras recomendaciones de 1995 del Pacto de Toledo estaba la de estudiar nuevas fuentes de financiación, y más concretamente aquella de analizar la oportunidad de una «contribución universal sobre todas las rentas», a imagen de la Contribución Social Generalizada francesa, impuesto que en ese país se aplica a la mayor parte de los ingresos, sea cual fuere su naturaleza: rentas profesionales, pensiones y prestaciones sociales, ingresos no salariales de los trabajadores autónomos, ingresos patrimoniales y de inversión, entre otros. En España han faltado iniciativas para estudiar,

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a semejanza de lo que se ha hecho en otros muchos países, otras fuentes para allegar nuevos ingresos, sea a través de impuestos ecológicos, sobre transacciones financieras u otros.

Y para terminar con esta parte relativa a la financiación, en España cualquier reforma en materia de ingresos tiene que analizar si el esfuerzo contributivo que se hace por los diferentes colectivos es o no el adecuado. En el momento actual, el 24% de los afiliados, más de 4 millones de trabajadores, cotizan bien por bases únicas y mínimas, como en el Régimen de Empleados de Hogar y en el Régimen de Trabajadores Agrarios por cuenta ajena, o bien pueden elegir la base por la que cotizan, como es el caso de los Trabajadores Autónomos, los cuales pueden elegir entre un menú. Más del 83% cotizan por la base mínima de cotización. Por tanto, según nuestro criterio, no puede haber una reforma en el ámbito de las pensiones que no se tome más en serio el capítulo de los ingresos.

El segundo ámbito del que quisiera hablar es el de los cambios en la vida familiar, que quizás sea el cambio, junto al del mercado de trabajo, más perceptible por todos nosotros. ¿Qué cambios son éstos?. El primero el de la desinstitucionalización e individualización de la vida familiar. Es decir, frente a la planificación anterior que venía impuesta por normas sociales, se tiende a un pacto familiar diferente donde lo que predomina es la libertad de los individuos para constituir una pareja. Como consecuencia de esa individualización de los proyectos familiares surge, lógicamente, una mayor fragilidad en las relaciones de pareja; se incrementan las separaciones y divorcios, aumentan las familias con un solo progenitor, surgen formas nuevas de convivencia, como las uniones libres o de hecho, las familias recompuestas o las uniones del mismo sexo.

Otro aspecto, y no el menor, es la redefinición del papel de la mujer. Desaparece la figura de la mujer como ama de casa y la mujer reclama una carrera profesional propia y un cambio en los roles. En definitiva, se tiende hacia la igualdad de género en todos los ámbitos.

Como fruto de estos cambios se produce otro fenómeno con especial trascendencia para el Estado de Bienestar cual es el debilitamiento de la red de cuidados informales que procuraban antes las familias, generalmente las mujeres, a sus allegados, pasando la cobertura de esas necesidades sociales desde el ámbito familiar al institucional o público. Y ese proceso es inevitable, por mucho que algunos se empeñen en volver al modelo de familia tradicional. Otro fenómeno, del que se ha hablado esta mañana, es la caída de la natalidad como consecuencia de estos y otros cambios. Ahora el número de hijos es fruto de una planificación familiar, se tienen los que se quieren, si bien, como muestran las encuestas, se podrían tener más si se eliminasen una serie de obstáculos sociales y económicos. Otra característica es la dimensión familiar, ha aumentado el número de hogares, pero, a la vez, se produce una reducción del número de personas que viven en los mismos.

Algunos datos para ilustrar este proceso.

En 1991 en España se produjeron 218.121 matrimonios, en 2007, habiendo aumentado la población, se produjeron 201.579. Si en 1991 se originaron 26.783 sentencias de divorcio; en 2007 habían aumentado a 125.777. Dicho de otra manera, si en 1991 se producían 12,5 divorcios por cada 100 matrimonios, en 2007 se ha pasado a 62,4. Otro dato más, de las 278.000 familias monoparentales existentes en 1995, se ha pasado a 533.800 en 2009. Señalar que el 86% tenían como persona de referencia a una mujer, y que el 56,4% de éstas venían de una separación previa, y el 24,2% son solteras. En cuanto a los hijos fuera del matrimonio, en 1970 teníamos el porcentaje más bajo de toda Europa junto a Irlanda, el 1,4% de niños, en 1991 ese porcentaje había ascendido hasta el 10% y en 2008 suponían el 33,15%. Todo esto,

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lógicamente, supone un cambio radical sobre los esquemas o modelos familiares sobre los que se construyó nuestra Seguridad Social a partir de los años sesenta. Ello planta, por tanto, nuevas necesidades sociales y la reorientación de otras políticas.

Ante estos cambios, existe un consenso tanto en España como en el resto de Europa de que deben reforzarse, en primer lugar, todos aquellos servicios dirigidos a la protección de la infancia de 0 a 3 años y también a las personas dependientes, es decir protegiendo a través de los servicios públicos a aquellas personas que con anterioridad venían siendo protegidas por las familias. En segundo lugar, el incremento de los hogares con un solo progenitor, y que además tienen una tasa de riesgo de pobreza bastante mayor a la del resto, plantearía también la necesidad de nuevas políticas que mejoren su situación económica de estos hogares y, como norma general, reduzca la pobreza infantil en cualquier tipo de hogar. Asimismo, tanto en Europa como en España se está produciendo un replanteamiento de las pensiones de viudedad. Si la mujer se ha incorporado progresivamente al mercado de trabajo, aunque en evidente situación de desigualdad respecto a los varones, la pensión de viudedad, tal y como la concebimos, debiera tener un sentido protector diferente al del momento en que se instituyeron. No estoy hablando de suprimirla, simplemente estoy hablando de reconsiderarla como lo hace una buena parte de la doctrina, al menos en sus aspectos más espinosos, como la compatibilidad de éstas con cualquier renta, sean salarios u otras pensiones de derecho propio.

Y en este punto es lógico hablar de las características de la protección que dispensamos en España a las familias con hijos a cargo. Para empezar hay que decir que España es, por mérito propio, el país que menos gasta de la Unión Europea en la función Familia, porque estas prestaciones no han tenido la consideración que han tenido en otros países. La escasa o nula protección por hijo a cargo va en contra del principio de igualdad de oportunidades; con una prestación de 25 euros al mes no creo que ningún menor tenga las mismas oportunidades que en una familia con recursos. Y es por eso que España tiene, junto con países como Rumania o Letonia, el triste privilegio de tener una de las mayores tasas de pobreza infantil relativa, el 24% frente al 20% de media en la Unión Europea.

A la insuficiencia de las cuantías de las prestaciones económicas por hijo a cargo que concede la Seguridad Social, hay que añadir que éstas no se actualizan desde el año 2000. Frente a la penuria de estas prestaciones, las ayudas fiscales a la familia, sin embargo, suponen tres veces y media más de gasto que las prestaciones económicas directas de la Seguridad Social que van precisamente a las familias con menos recursos.

La ayuda más significativa de nuestro sistema, hasta su reciente supresión después de sólo 3 años de vigencia, el cheque bebé de 2.500 euros, no obedecía a un estado de necesidad real pues se concedía independientemente del nivel de rentas, todo lo contrario que las prestaciones por hijo menor de 18 años que solo se conceden a quienes tienen unos ingresos inferiores a 11.264 euros al año. En contra también de las más diversas recomendaciones, entre otros, de la Unión Europea o la OIT, no existe una protección específica y con mayor intensidad para las familias monoparentales. En España esta ayuda se limita a una prestación de pago único de 1.000 euros, adicionales a los 2.500 que se pagarán hasta finales de este año. Afortunadamente esta prestación no se ha suprimido.

Como ejemplo de la incoherencia de nuestra protección familiar, voy a exponer el caso de la famosa deducción de los 100 euros al mes para mujeres que trabajen fuera del hogar y tienen hijos menores de 3 años, establecida en el año 2003. Esta prestación de 100 euros, máximo de 1.200 euros al año, no la perciben las mujeres que no trabajan, tampo

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co las que están en excedencia voluntaria, precisamente para cuidar hijos, tampoco las mujeres a las que se acaba un contrato o están en la economía sumergida, pero tampoco las perceptoras del subsidio por desempleo y ni siquiera las perceptoras de la renta mínima de inserción que se conceden en al ámbito autonómico.

En fin, si bien se han hecho esfuerzos notables en materia de maternidad y paternidad, y se han establecido nuevas prestaciones como el subsidio de lactancia o el subsidio por riesgo del embarazo, es notoria en nuestro país la insuficiencia de servicios públicos de atención a la infancia, que son aquellos que permitirían una mejor conciliación de la vida laboral y familiar y facilitarían la incorporación de la mujer al mercado de trabajo. La insuficiencia de los servicios dirigidos a las familias dificulta que las mujeres de menor cualificación, sobre todo, puedan acceder al empleo. En este punto, hay que lamentar que si bien hace muy poco tiempo se empezó a hablar desde el Ministerio de Trabajo de la necesidad de un plan de escuelas infantiles, de competencia autonómica, tomando como modelo o esquema de financiación la Ley de Dependencia, no se haya vuelto a mencionar esta posibilidad.

Para concluir sobre este apartado relativo a los cambios familiares, es mi deseo exponer mi opinión y la de UGT respecto a las orientaciones que debieran regir las políticas familiares. En nuestra opinión, y en esto no somos nada originales, pues es lo que viene proponiendo una buena parte de la doctrina e instituciones europeas, además del sentido común, la primera función debería ser la eliminación de todos aquellos obstáculos de tipo económico, social o laboral que dificultan que las familias puedan tener los hijos que deseen. Es evidente que en ninguno de éstos ámbitos se ha hecho lo suficiente, especialmente en el primero. En segundo lugar, y esta es la función clásica de la Seguridad Social, es la compensación pública a las familias mediante aportaciones económicas para compensar los mayores gastos que supone el cuidado de hijos. En tercer lugar, hacer compatible el cuidado de hijos con la actividad de hombres y mujeres mediante servicios de atención a la infancia y a las personas dependientes, así como un reparto más equitativo de las responsabilidades familiares. Y, por último, la mejora de los derechos futuros en materia de pensiones y maternidadpaternidad. Por ejemplo incrementando los períodos considerados cotizados a efectos de las pensiones. En España, si bien la excedencia para los trabajadores laborales por cuidado de hijos puede alcanzar tres años, sólo dos de ellos se pueden considerar como cotizados. Sin embargo a los funcionarios se les puede reconocer los tres años, mismo periodo que se reconoce a este colectivo por el cuidado de familiares mientras que a los trabajadores laborales solamente se reconoce un año.

Relacionado con el cambio familiar está la cuestión siempre conflictiva de la pensión de viudedad. La última reforma sobre esta pensión fue la que acordamos las organizaciones sociales en 2006, que se desarrolló a través de la Ley 40/2007, reforma tímida pero reforma al fin y al cabo mediante la cual, por una parte se reconocen las pensiones de viudedad a las uniones de hecho y, por otra, se establecen nuevos criterios para la distribución de la pensión cuando existen dos o más beneficiarios por causa de divorcio. Aun así, todo el mundo coincide en que la legislación española sigue siendo de las más generosas de Europa por tres motivos. El primero, por la compatibilidad de esta pensión con cualquier renta de trabajo u otras pensiones. La segunda, porque se perciben de forma indefinida. Y tercera, porque incluso, como se convino en el acuerdo de 2001, son compatibles con un nuevo matrimonio en los supuestos de rentas bajas o discapacidad. Junto al desempleo, por razones evidentes debido a nuestra mayor desocupación, la otra función en la que gastamos más que la media europea es la de Supervivencia y nos situamos al nivel del gasto de países como Francia, Bélgica o Alemania. No

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ocurre lo mismo con los gastos en la función Vejez.

Como reflexión final, si estamos en un proceso en el que paulatinamente van desapareciendo las relaciones de dependencia que tenía la mujer respecto al hombre, habría que intentar hacer una reforma global de esta pensión, de tal suerte que de aquí a 20, 30, 40 años se fuese adecuando a esos cambios.

El tercer reto de la protección social es el de los cambios en el mercado de trabajo, cuyo efecto más visible es el de su fragmentación y el debilitamiento de las relaciones de trabajo. Para ilustrar y resumir estos cambios, hay algunos sociólogos que suelen dividir el mercado de trabajo en tres compartimentos, aunque no estancos. El primario, el trabajo a tiempo completo y generalmente bien protegido, que era el tradicional, y que se desarrolla en actividades competitivas del sector privado y también en la Administración Pública. Este mercado tiende a disminuir como consecuencia de una serie de efectos, como la globalización, ya que son cada vez más las empresas que se desprenden de áreas secundarias de la producción, como puede ser la limpieza, la contabilidad, las subcontratas, etc.. Este mercado está en franco retroceso.

El segundo, el mercado secundario o periférico, es el de la precariedad, la subcontratación, los empleos a tiempo parcial, los empleos de duración determinada, etc., que están mucho menos protegidos y su tendencia es a aumentar.

Y, por último, estaría el sector del desempleo y de la exclusión social que está muy ligado a la coyuntura económica, como en la actualidad.

En resumidas cuentas, ya no se produce aquella linealidad que existía cuando se estableció la Seguridad Social, el trabajador entraba en una empresa y se suponía que iba a tener una carrera ascendente hasta el momento de su jubilación. Sobre ese esquema han funcionado la mayoría de los sistemas de protección social. Lo que ocurre es que eso ya no existe y habrá que adaptar la protección social a estos cambios. Y con ello no quiero echar una ducha de agua fría, simplemente decir que vamos a convivir con la precariedad durante mucho tiempo por razones evidentes. Porque buena parte de nuestra estructura productiva, es estacional, como en la construcción, la agricultura o el turismo. Por otra parte, porque en nuestro país existe una preponderancia de las pequeñas y medianas empresas. Por último, porque la temporalidad y la competitividad basada en bajos salarios y malas condiciones de trabajo está muy incrustada dentro de la cultura empresarial española.

Los riesgos del trabajo precario son muy evidentes. Menor remuneración, mayores dificultades para acceder a los derechos sociales, menores posibilidades de formación y de promoción, menores posibilidades de acceder a ciertas prestaciones que conceden las empresas, como, por ejemplo, los fondos privados de pensiones que todo el mundo pretende fomentar, pero que no es posible mientras exista tan alto grado de precariedad y de rotación entre empleo y desempleo, mayores dificultades también para acceder al crédito bancario, etcétera.

Respecto a la Seguridad Social, estos cambios suponen, en primer lugar, que las biografías laborales que están surgiendo ahora son mucho más imprevisibles y nada tienen que ver con las del pasado, más estandarizadas. Lo que predomina es el trabajador discontinuo, que entra y sale del mercado de trabajo mucho más de lo deseable. Buena parte de la incorporación de la mujer al mercado de trabajo se produce bajo este esquema. Cuando se analizan las carreras profesionales de hombres y mujeres acudiendo a la muestra de vidas laborales, se ve esa irregularidad en las carreras de seguro, especialmente en las mujeres. Y esa puede ser la norma, salvo que se produzca un cambio radical en nuestro modelo productivo.

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La segunda consecuencia de este cambio en las biografías laborales, es el cambio también en las fechas de distribución de la inestabilidad. Antes inestabilidad se concentraba, sobre todo, en los jóvenes, ahora se está trasladando también a los trabajadores mayores de 50 años.

Otra consecuencia de la segmentación del mercado de trabajo es que, como consecuencia de esa mayor irregularidad en las carreras, hace emerger nuevas necesidades sociales y no sólo vinculadas con las prestaciones económicas, hablamos de medidas formativas, de servicios, de ayuda a la colocación, etc. La precariedad tiene consecuencias muy negativas para los individuos, pero también supone costes, y muy grandes, para la Seguridad Social. Por una parte, supone menores ingresos, y, por otra, mayores gastos en prestaciones por desempleo. Al menos hasta el año 2007 el 50% de los gastos de protección por desempleo estaban ligados a la temporalidad y a la rotación.

Respecto a las pensiones, la precariedad plantea en España, sobre todo, el derecho al acceso. La exigencia de períodos mínimos de cotización elevados no tiene mucho sentido en un momento en que la precariedad es cada vez más general. ¿Qué pasa con aquellos trabajadores que han cotizado 14, 13, 12 o 14 años y 10 meses? No tienen derecho a la prestación económica y pierden todo lo cotizado. Dicho de otra manera, el trabajador precario va a financiar con su no percibo de la pensión una parte de la pensión de los que están mejor situados que él en el mercado de trabajo. No digo que se eliminen los periodos mínimos, pero algo habrá que hacer para que en un sistema contributivo y solidario las aportaciones que no dan derecho a una pensión de jubilación puedan ser recuperadas en cierta medida.

El segundo aspecto tiene que ver con el trabajo a tiempo parcial, cuya progresión tanto desean algunos. A pesar de la reforma que se hizo en el año 1997, sigue siendo un contrato que frente a la Seguridad Social supone una doble penalización por la regla de la proporcionalidad. Para una parte importante de la doctrina el principio de proporcionalidad si bien se justifica para el cálculo de la base reguladora, no tiene ningún sentido ni justificación para determinar el acceso a las pensiones. Algo se ha avanzado con la reforma del año 97, a partir de la cual se aplica un coeficiente de 1,5, pero desde el punto de vista protector lo coherente, a efectos de calcular el periodo de cotización, es que sea cual sea el número de horas trabajadas diariamente debieran ser consideradas como un día de cotización y no una fracción del mismo.

En relación con la precariedad y la protección por desempleo, probablemente aquí nos encontramos con la prestación que menos satisface. En primer lugar, porque las sucesivas reformas que se han hecho en esta prestación han dificultado cada vez más el que se pueda acceder a las prestaciones de nivel contributivo. En segundo lugar, por la escasa duración de las prestaciones. Y, por último, por la escasa cuantía del subsidio por desempleo.

Nuestro sistema protector no protege, para empezar, a los demandantes de primer empleo. Dado el alto volumen de desempleo, tal política probablemente no sería financiable ni, para algunos, oportuna. Sin embargo, son bien conocidos en Europa sistemas de protección por desempleo que conceden una prestación a los demandantes de primer empleo que efectivamente están buscando empleo y/o participan en programas de formación. Tampoco protege a aquellas personas que se quieren reincorporar al trabajo, sea después de una ruptura matrimonial o, por ejemplo después de dedicar un periodo de tiempo al cuidado de hijos.

Esas son algunas de las limitaciones que viene teniendo tradicionalmente nuestro sistema de protección social ante la ausencia o pérdida del empleo. En nuestro país, el problema radica, además, en la ausencia de una

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verdadera garantía de rentas mínimas a nivel estatal y la desconexión entre la protección por desempleo de la Seguridad Social y las rentas mínimas de inserción que conceden las Comunidades Autónomas.

He dejado para el final las observaciones principales que el Comité Europeo de Derechos Sociales, que es el órgano encargado de la supervisión de la Carta Social Europea, viene realizando sobre España, porque nos muestra algunas lagunas protectoras a las que no solemos prestar demasiada atención.

La primera, como no puede ser menos, es la protección familiar. Se dice que nuestro país incumple la norma mínima porque cubre a un porcentaje muy pequeño de la población, porque sus cuantías son escasas y porque protege más fiscalmente que mediante prestaciones directas a las familias. El segundo aspecto que resalta es la cuantía del subsidio por desempleo que sería insuficiente para escapar del nivel de pobreza. Hace parecida observación, por cierto, sobre las cuantías de las pensiones no contributivas. Y, por último, sobre las rentas mínimas de inserción autonómicas. Ahí las observaciones son algo más duras y resalta algunos aspectos que voy a resumir.

En primer lugar, que en contra del criterio de proteger mientras dure el estado de necesidad, en España en casi todas las Comunidades Autónomas no es un derecho subjetivo, pues la duración de estas prestaciones está ligada a la disponibilidad presupuestaria. Es decir, se acaba el presupuesto y se acaba la prestación. En segundo lugar, la cuantía varía enormemente de una comunidad a otra. Que yo me acuerde oscilaba en 2008 entre 300 euros en Melilla y Murcia y 510 y algo más de 600 euros en Navarra y el País Vasco respectivamente. Por último, que la mayoría de las Comunidades Autónomas fijan en 25 años la edad mínima requerida para tener derecho a la renta mínima cuando la norma

es que sea a partir de los 18 años.

En fin, como conclusión, y apoyándome en estas y otras observaciones del Comité Europeo de Derechos Sociales, en mi opinión las mayores lagunas de protección social ante los cambios que he descrito se encontrarían, por una parte, en la ausencia de una red básica de protección que garantice una renta a todos los ciudadanos, sean trabajadores o no, en estado de necesidad y que recoja, como última red de protección, a cuantos no pueden acceder o hayan agotado las prestaciones del nivel contributivo. En mi opinión, una de nuestras más grandes lagunas sea la falta de una Ley General de Servicios Sociales, antes incluso de la transferencia de estos servicios a las Comunidades Autónomas, como ocurrió con la sanidad, que garantizase esos servicios como derechos subjetivos y con recursos adecuados. La realidad es que al día de hoy existe una pluralidad de modelos, con objetivos más teóricos que efectivos, institucionalmente descoordinados y con una financiación absolutamente insuficiente. Por otra parte, señalar la necesidad de mejorar las cuantías de las prestaciones económicas de carácter mínimo o de subsistencia con el fin de situarlas por encima del nivel de pobreza.

Por último, si el gran reto de nuestro país es el cambio de modelo productivo, ello no sería posible sin un reforzamiento del Estado de Bienestar, el cambio en algunas prioridades de nuestra protección social, por ejemplo reforzando las políticas de cuidados de hijos y de conciliación, y, sobre todo, en el perfeccionamiento de ciertas políticas, señaladamente las referidas a la cualificación de la mano de obra, a las inversiones en los servicios públicos de atención a la infancia y a las personas dependientes, en la igualdad de oportunidades y de género.

Muchas gracias por su atención.

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