El buen gobierno de las instituciones públicas

AutorManuel Villoria Mendieta
Páginas315-374

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I Introducción

El Estado moderno dio respuesta eficaz a una necesidad de seguridad y orden que todas las sociedades han reclamado a lo largo de la historia (Mulgan, 2007). Más adelante, este Estado también incorporó una obligación de búsqueda del desarrollo económico e, incluso, tras la revolución industrial, una preocupación por el bien-estar de sus miembros. El régimen político que, dentro del Estado moderno, mejor ha respondido a estas tres demandas es la demo-cracia. De ahí su avance a lo largo del siglo xx. Pero vivimos un momento histórico, sobre todo a partir del fin de la primera década del siglo xxi, en el que el avance imparable de la democracia parece haberse detenido (Miguel y Martínez-dordella, 2014). Las encuestas indican una cierta fatiga democrática en muy diferentes países. Entre las explicaciones de esta relativa crisis están: 1) las vinculadas al avance de la desigualdad en el marco de la economía globalizada (fuKuyaMa et al., 2012; stiglitz, 2012; PiKetty, 2014);
2) las basadas en la creencia en un déficit de rendimiento de estos mismos gobiernos (norris, 2012), especialmente a partir de la crisis económica que comenzó en 2008 (Morlino, 2014); más aún, cuando hemos comprobado que el desarrollo económico, a partir de unos mínimos, puede que produzca un incremento de renta per cápita, pero no produce necesariamente una mayor felicidad (fleurbaey y blanchet, 2013); 3) las derivadas de la percepción extendida de existencia de corrupción y fraude entre numerosos gobiernos democráticos (véase eurobaroMeters 2009, 2011, 2013). Todo esto ha llevado a estudiar los problemas de las democracias y sus imperfecciones, así como los nuevos movimientos sociales de

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protesta, sus argumentos y su capacidad de responder a la percepción de inequidad («social resilience») (castells, 2012; della Porta y rucht, 2013).

Centrándonos en el problema de la corrupción, ya hemos visto cómo este fenómeno afecta de forma muy negativa a los componentes clave de legitimación del Estado moderno y de la democracia, veamos ahora cómo analizar la gobernanza del sistema político desde la perspectiva de su integridad y la lucha contra la corrupción.

2. Instituciones y marcos de integridad
2.1. El valor de las instituciones

Aunque somos conscientes de que las respuestas basadas en reformas institucionales pueden ser insuficientes en países de alta corrupción y clientelismo, como ya antes anticipamos, en todo caso creemos necesario definirlas de cara a presentar un modelo que, en la coyuntura crítica, al generar a medio plazo cambios en la percepción y en los sistemas de expectativas, permita dar el salto hacia el círculo virtuoso antes mencionado. Este modelo de reformas se basa en tres ideas clave: la primera es que la calidad de las instituciones es esencial para el desarrollo; instituciones bien diseñadas pueden generar los incentivos necesarios para el cambio. La segunda es que las instituciones deben ser consideradas en su aspecto formal e informal, y que el éxito del modelo depende de considerar no sólo las normas, sino también los procesos y los órganos adecuados para llevarlos a buen puerto. La tercera, por último, es que este conjunto debe diseñarse de forma holística, de manera que afecte a los pilares esenciales de la sociedad y que considere la interacción entre transparencia, rendición de cuentas, imparcialidad, participación ciuda-dana e integridad.

Durante muchos años, el desarrollo como crecimiento ha sido visto fundamentalmente en clave de la disponibilidad de factores productivos, ya sean recursos naturales, inversión física de capital, tecnología, capital humano, o una combinación entre ellos (eche-Verría y Villoria, 2005). Más aún, durante bastante tiempo, sobre todo a partir de mediados de los años 1970, se ha generado la idea de que el principal problema para el desarrollo económico era el excesivo desarrollo del Estado y la expansión infinita y fragmentada de las expectativas sociales (arbós y giner, 1996). En ese momento histórico surge con fuerza la reflexión sobre la crisis de

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gobernabilidad (crozier et al., 1975), entendida como la incapacidad de un Estado para identificar problemas, definir políticas e implantarlas eficientemente. La gobernabilidad comienza a ser tema de preocupación para políticos y académicos a finales de los setenta coincidiendo con las crisis de las economías desarrolladas, la discusión sobre el agotamiento del Estado de Bienestar y la transición a la democracia de algunos países en desarrollo, específicamente los latinoamericanos. En suma, se desarrolla el tema de la gobernabilidad cuando «las instituciones que ostentan el poder legítimo en una comunidad parecen incapaces de cumplir la misión que tienen encomendada» (dahrendorf, 1980). La respuesta a este estado de cosas fue, desde la estrategia macroeconómica, el denominado Consenso de Washington, el cual incorporaba toda una serie de recomendaciones y recetas a los Estados para poder sostener su desarrollo: control del déficit, reducción del endeudamiento público, privatizaciones, reducción del gasto público, etc. Y desde la estrategia de reforma estatal el nuevo paradigma que se propone es el que se conoce como New Public Management, con todos sus componentes de subcontratación, cuasimercados, competencia y capacidad de elección por el ciudadano-cliente, separación de dirección y gestión en los servicios públicos, etc. En conjunto, menos Estado y más confianza en la capacidad del mercado para resolver problemas sociales. En ese momento parece que buen gobierno es, ante todo, menos gobierno.

Los legados positivos de ese modelo tienen que ver, esencialmente, con la recuperación del equilibrio macroeconómico y, a corto plazo, con la senda del crecimiento. La aplicación de las duras medidas del Consenso de Washington en América Latina, por ejemplo, dieron lugar a que, tras la denominada década perdida, a mediados de los noventa, las tasas de crecimiento alcanzaran índices desconocidos desde hacía más de dos décadas; en concreto, en 1994 el incremento del PIB en la región fue del 3,4 por 100, las inversiones directas crecieron en más de un 60 por 100, el flujo de capital extranjero llegó al 6 por 100, y la inflación se redujo, en algunos países de forma espectacular. Pero ya en el periodo de 1997 a 1999 el crecimiento se redujo en toda la región y se empezó a percibir el agotamiento del modelo tecnocrático ¿Por qué? Dejando aparte la crisis del peso de diciembre de 1994 y la crisis asiática, que son factores muy importantes para explicar la crisis del modelo, las razones esenciales son tres. En primer lugar, la de creer que se pueden hacer políticas sin considerar las instituciones estatales. La segunda razón, el olvido de la propia política y la sobrevaloración de los modelos tecnocráticos

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de gobierno. La tercera, el olvido de la equidad y la necesaria legitimación del sistema.

Por todo ello, a mediados de los años noventa se produce una nueva reevaluación de las instituciones estatales (echeVerría y Villoria, 2005). Por una parte, por la constatación, a través del milagro asiático, de que el Estado desarrollista, si va acompañado de buenas políticas e instituciones, puede ser un factor clave de progreso económico y social. El desarrollo no se produce en un vacío de Estado, sino con un Estado que toma decisiones adecuadas para promoverlo y que garantiza los derechos y la implantación de políticas educativas y sanitarias eficaces y eficientes. Por otra parte, por los efectos devastadores que tuvo la transición al mercado de los antiguos países socialistas de Europa del Este y la antigua Unión Soviética, en ausencia de instituciones públicas eficaces. El gran salto al capitalismo sin la red de las instituciones estatales dio lugar a un gran fracaso.

Desde una perspectiva teórica, los avances en las investigaciones de los representantes del institucionalismo económico son también muy importantes para aportar todo un arsenal de ideas que consolidan un nuevo paradigma. De acuerdo con el premio Nobel de economía Douglass C. North, el «dilema fundamental» para explicarse el éxito o fracaso de las sociedades es el conflicto entre eficiencia económica y el egoísmo de los gobernantes, de ahí que, cuando en un país el interés propio de los gobernantes se ha puesto por encima de la eficiencia y el progreso económico, los resultados han sido nefastos para el crecimiento económico y el bienestar social (1981). Para minimizar tal problema, el propio North junto con Weingast defendieron que lo mejor son las constituciones que limitan efectivamente el poder del gobernante (1989). En tal sentido, un poder judicial independiente también es esencial para el desarrollo económico. Pero, además, es clave para tal desarrollo una administración profesional y meritocrática (rauch y eVans, 1999) y, en...

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