Bioética, bioderecho y biojurídica (Reflexiones desde la filosofía del derecho)

AutorÁngela Aparisi Miralles
CargoUniversidad de Navarra
Páginas64-84

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I Introducción: ciencia y sociedad

Las ciencias experimentales tienen un origen relativamente reciente. Surgen como respuesta al afán que tiene el ser humano por conocer los fenómenos naturales y las leyes que rigen su funcionamiento1. En las últimas décadas, su desarrollo ha sido tan espectacular, que la cultura ha quedado «deslumbrada», y la misma ciencia ha adquirido un papel decisivo en la vida de las personas. Incluso, en ocasiones, ha provocado conflictos y desajustes internos en la sociedad. Ello tiene cierta relación con la manifiesta ambivalencia que presentan la ciencia y la técnica2: por una parte, contribuyen decisivamente al desarrollo humano; por otra, su aplicación puede llegar a tener consecuencias indeseables para las personas y su entorno. Y ello, especialmente, cuando no hay controles, o cuando se mezclan intereses económicos o políticos. En lo referente a las relaciones entre ciencia y sociedad, es posible distinguir varias etapas. Hasta entrado el siglo XX, se mantuvo en pie Page 65 el paradigma moderno que identificaba todo avance científico con un progreso indiscutible para la humanidad. Esta visión hundía sus raíces en el dualismo cartesiano, por lo que, en general, se contemplaba lo «natural» como lo «externo» al ser humano. La persona no se consideraba a sí misma como parte de la naturaleza, sino como «algo diferente» a ella, llamada a «dominarla». Desde estos presupuestos, la ciencia perseguía, intensamente, superar las «barreras naturales», intentando conseguir la «liberación» del ser humano frente a la naturaleza y, en última instancia, el «triunfo» definitivo frente a la misma. Podemos recordar aquí las palabras de saint simon, quien, enarbolando el slogan de la modernidad, afirmó que el hombre puede y debe «usar la naturaleza según su antojo»3. Es evidente que esta visión ignoró que también el ser humano forma parte de la naturaleza o, dicho de otra manera, él mismo es naturaleza4.

A mediados del siglo XX, principalmente a raíz de la incorporación de la energía nuclear a la tecnología bélica, la situación varió con respecto a algunos sectores de la ciencia y a sus consecuencias5. Entre los científicos se produjo una toma de conciencia de las implicaciones éticas de su trabajo, lo cual dio lugar, incluso, a asociaciones nacionales e internacionales6. Esta transformación se debió a diversas razones: entre ellas, la certeza de la experiencia de los efectos negativos para el ser humano, y para el resto de la naturaleza, de ciertos avances científicos y descubrimientos espectaculares. Así, por ejemplo, el ya referido de la energía nuclear aplicada a fines bélicos. Ello determinó que, a partir de los años cincuenta, la opinión pública abandonara, progresivamente, el paradigma anterior, y comenzara a surgir una nueva sensibilidad hacia las implicaciones éticas y jurídicas de estos fenómenos y, especialmente, frente a la creciente degradación del medioambiente.

A partir de los años noventa, se advierten nuevos cambios. Por un lado, recobra fuerza la convicción de que el desarrollo de la humanidad depende, básicamente, del desarrollo científico y tecnológico. Estamos, de nuevo, ante el paradigma de la ciencia entendida como fuente de progreso ilimitado e infinito7. No obstante, ahora adquiere vigor en un contexto distinto, marcado, en gran medida, por el econo-Page 66micismo y el individualismo. La ciencia ya no buscará tanto el beneficio global de la humanidad -intentando, por ejemplo, reducir las desigualdades entre países ricos y pobres, o buscar fármacos para luchar contra las epidemias que diezman a las poblaciones del hemisferio sur8-, sino incrementar los años, y la calidad de vida, de las sociedades opulentas del norte9. Además, ya no encontramos una fe en la ciencia, entendida como instrumento para alcanzar un mundo más humano, sino que, en muchos casos, lo que se pretende es conseguir, precisamente, un mundo mejor que humano10. Ello se advierte, especialmente, en el surgimiento, y auge actual, de la nueva medicina del deseo, de la que, por ejemplo, son un claro exponente las sofisticadas operaciones de cirugía estética genital11. Esta nueva visión se encuentra, por otro lado, en estrecha relación con un creciente pragmatismo epistemológico, de acuerdo con el cual se presupone que lo verdadero o lo bueno, es básicamente lo útil, lo que funciona o se espera que produzca unos resultados, aunque estos sean escasos12.

En este nuevo marco se hace evidente, de manera aún más clara, si cabe, la inaceptabilidad de la tesis moderna de la «neutralidad» o asepsia valorativa de la ciencia13. En realidad, la decisión humana que se inclina por el fomento de una determinada línea de investigación o aplicación tecnológica, reposa sobre una ideología14 que propone esa opción frente a Page 67 otras, que plantea objetivos en una dirección concreta, y trata de responder a unas determinadas cuestiones en detrimento de otras15. Por ello, como indica Quintanilla, el desarrollo tecnológico se está convirtiendo en un asunto ideológico, dejando de ser una cuestión meramente tecnocrática16. En esta línea, para Habermas, muchas veces, en nombre de una aparente racionalidad, y a través de decisiones de pretendido carácter científico, lo que se impone son formas de oculto dominio: «Como la racionalidad de este tipo sólo se refiere a la correcta elección entre estrategias, a la adecuada utilización de tecnologías... (en situaciones dadas para fines dados), lo que en realidad hace es sustraer la trama social global de intereses en la que se eligen estrategias, se utilizan tecnologías y se instauran sistemas, a una reflexión y reconstrucción racionales17. Y recordando a Marcuse:

El concepto de razón técnica es quizá el mismo ideología. No sólo su aplicación, sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres, un dominio metódico, científico, calculado y calculante. No es que determinados fines e intereses de dominio sólo se avengan a la técnica a posteriori y desde fuera, sino que entran ya en la construcción del mismo aparato técnico. La técnica es en cada caso un proyecto histórico-social; en él se proyecta lo que una sociedad y los intereses en ella dominantes tienen el propósito de hacer con los hombres y con las cosas

18.

Por otro lado, es importante tener en cuenta que, en la actualidad, las ciencias experimentales ya no se dedican, pasivamente, al estudio y profundización en el conocimiento sobre el fenómeno global de la vida. Gran parte de su esfuerzo se dirige, fundamentalmente, a intervenir activamente en ella19. Como señala Riechmann, «aunque los seres humanos hemos modificado activamente la naturaleza durante milenios, nunca antes estuvieron a nuestra disposición herramientas para «rediseñar» la naturaleza a la velocidad y profundidad que permiten las biotecnologías modernas»20. Precisamente, la biotecnología ha sido el puente por el que se ha transita-Page 68do, desde una ciencia descriptiva de la vida, hacia una ciencia activa en el uso de lo vivo. En consecuencia, el conocimiento se adquiere ahora mediante la incisiva intervención en la vida misma, y se evalúa, fundamentalmente, por su eficacia, por su capacidad de producir resultados. Por ello, los límites entre los conceptos de ciencia y técnica se han diluido considerablemente: más bien, podríamos referirnos a la tecnociencia. Un ejemplo de ello lo encontramos en el ámbito de la ingeniería genética, con las especies transgénicas, tanto vegetales como animales y los híbridos inter especies.

II El nacimiento de la bioética

Las primeras reflexiones que podrían enmarcarse en el ámbito de la bioética surgieron en los EE.UU., en los años sesenta, en el contexto del ya referido cambio de paradigma en las relaciones entre ciencia y sociedad. También fue determinante el hecho de que, durante esa década, la sociedad norteamericana conociera una serie de escándalos relacionados con la experimentación en seres humanos. En 1963, se supo que en el Jewish Chronic Disease Hospital (Brooklyn) se habían inyectado células tumorales a pacientes ancianos sin su consentimiento. Asimismo, se descubrió que, entre 1965 y 1971, en el Willowbrook State Hospital (nueva york) se habían llevado a cabo estudios sobre la vacuna contra la hepatitis infecciosa, inoculando el virus en niños discapacitados internados en el centro21. En 1970, Paul Ramsey, publicó dos libros que pueden ser considerados obras pioneras en el origen de la bioética en los EE.UU. Los volúmenes se titulaban The patient as person: exploration in Medical Ethics22 y Fabricated man23. Su autor ponía de relieve, con un marcado énfasis, las profundas implicaciones éticas derivadas de las intervenciones técnicas sobre la vida humana. Ramsey seguía así una línea de trabajo que había sido promovida por andré Hellegers en la Georgetown university. Lo distintivo de esta corriente fue su defensa de la necesidad de crear un nuevo campo de estudio, dedicado a los aspectos éticos de la práctica clínica. Por ello, sus preocupaciones se dirigieron a lo que, actualmente, se denomina ética médica. En 1971, Hellegers fundó el Kennedy institute for the Study of Human reproduction Page 69 and Bioethics. Se trata del primer instituto de bioética designado formalmente como tal24. No obstante, el autor que utilizó, por vez primera, el término bioética, fue Van Rensselaer Potter. Sus trabajos Bioethics. The science of survival y Bioethics. Bridge to the future, constituyen, por lo tanto, referencias ineludibles en esta nueva disciplina25. Conviene tener en cuenta que su visión de la bioética no coincide con la andré Hellegers. Mientras que, como ya se ha indicado, este autor se centró en las implicaciones humanas de las intervenciones...

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