El estado autonómico (I)

Cargo del AutorProfesores de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense
  1. INTRODUCCIÓN

    Transcurridos ya un número suficiente de años desde la aprobación de la vigente Constitución, parece conveniente realizar una evaluación rigurosa y sosegada de este tiempo de desarrollo constitucional en que, sin pesimismo injustificado pero sin estéril autocomplacencia, se reflexione críticamente sobre los preceptos y las instituciones constitucionales, descubriendo su sentido, advirtiendo sus disfuncionalidades y proponiendo soluciones que, sin renunciar a una perspectiva rigurosamente jurídica, no prescindan de una necesaria dimensión valorativa ética y política.

    Esta tarea es especialmente obligada respecto de la organización territorial del Estado. Estamos en definitiva ante el tema crucial de la Constitución que, por su carácter innovador y audaz, constituye el mayor reto con que se ha enfrentado nuestro Estado desde el fin del Antiguo Régimen, porque la organización territorial diseñada en la Constitución de 1978 ha supuesto no sólo una profunda descentralización administrativa sino un verdadero reparto de poder político con enorme incidencia en todas las estructuras de la Nación (jurídicas, culturales, económicas, sociales, etc.). Podría decirse incluso que la Constitución ha operado una «refundación del Estado» desde nuevas bases. Por ello no es difícil aventurar que la correcta y duradera solución de los problemas derivados de la descentralización condiciona, en muy alta medida, la estabilidad de todo el sistema constitucional y hasta la subsistencia misma de España.

    La opción autonómica de la Constitución no puede entenderse sin recordar la historia constitucional española, la historia de un repetido fracaso en que abundan las Constituciones, casi siempre incumplidas, y faltan soluciones duraderas a los viejos problemas nacionales que, como el regional, han teñido de sangre a menudo nuestro suelo. En este sentido el modelo previsto en la Constitución responde a una razón histórica: la voluntad de satisfacer definitivamente las reivindicaciones de autogobierno, especialmente intensas en determinados pueblos de España con peculiaridades profundas que les permitieron gozar en el pasado de una amplia autonomía.

    Aun teniendo por cierto lo anterior tampoco puede olvidarse que la nueva planta territorial del Estado se inserta en un contexto actual de transformación general de los viejos Estados unitarios y centralizados en una doble y, aparentemente, contradictoria dirección. Por un lado, la integración de esos Estados en entidades supraestatales más amplias que intentan superar el marco del Estado nacional (por ejemplo, la Unión Europea); por otro, la constitución de entidades infraestatales a las que se dota de poderes político-administrativos. Esa doble tendencia obedece, sin embargo, a unas mismas causas: la constatación de que en unos casos el Estado se revela como un espacio político demasiado amplio para la satisfacción de ciertas necesidades humanas, mientras que en otros se muestra excesivamente reducido para la resolución de problemas que, en un mundo crecientemente interrelacionado, exige la cooperación internacional. Desde esta perspectiva nuestro Estado autonómico responde a una razón funcional: la organización del Estado de acuerdo con los principios de democratización de las estructuras políticas y de eficacia en la gestión de los asuntos públicos.

    Carácter histórico y carácter racionalizador de la estructura política están, pues, presentes en el Estado autonómico español. La necesidad de encontrar un equilibrio entre las exigencias que ambos comportan explica en gran medida las dificultades y tensiones políticas del proceso autonómico, las contradicciones en los textos normativos y los problemas todavía pendientes, tanto en definiciones políticas fundamentales como en cuestiones técnicas puntuales. Pero pasemos ya a ver algo de esta apasionante historia.

  2. ANTECEDENTES

    1. Desde los orígenes hasta la Guerra Civil (1936-1939)

      La organización autonómica del Estado diseñada en la Constitución española representa sin duda la principal innovación de nuestro texto fundamental y aparece como respuesta al Estado anterior, fuertemente centralizado. Sin embargo, la situación no es nueva, pues nuestra historia ofrece ejemplos tanto de centralización como de Estado descentralizado, porque la cuestión regional ha sido en España un problema secular siempre presente y nunca resuelto de forma definitiva.

      En este sentido, un análisis de los antecedentes históricos del Estado autonómico debiera remontarse a los orígenes mismos de la formación histórica de España. No es éste el lugar adecuado para abordar ese tratamiento histórico, pero puede recordarse que ?dejando a un lado la «Hispania» romana? quizá el primer precedente a citar sea, ya en la Edad Media, la España de los Cinco Reinos, que en los siglos XII y XIII comprendían Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón-Cataluña. Eran reinos que poseían sus respectivas monedas, fronteras y aduanas, ordenamientos jurídicos, instituciones políticas, regímenes administrativos y pobladores naturales. Ahora bien, esa pluralidad convivía con un cierto sentimiento de unidad, manifestado luego en el Ordenamiento de Alcalá (Alfonso XI, 1344).

      La unidad de España se fragua a finales del siglo XV bajo el reinado de los Reyes Católicos sobre la existencia de un único monarca, compatible con la pervivencia de los distintos territorios, que conservan sus instituciones políticas, administrativas y jurídicas propias. El modelo se mantiene durante el reinado de la casa de Austria, aunque iniciando un proceso de centralización en torno a Castilla que culmina en el reinado de Felipe IV con la política del Conde-Duque de Olivares y que encuentra la resistencia de otros territorios, especialmente Cataluña y sobre todo Portugal, que acaba separándose de la Corona española.

      El proceso centralizador se acentúa notablemente con la llegada de la dinastía de los Borbones a través de los Decretos de Nueva Planta aprobados por Felipe V (1707 y 1716), que supusieron la pérdida de la autonomía política, administrativa, económica y fiscal de Aragón, Cataluña, Mallorca y Valencia, respetándose sólo la de Navarra y Vascongadas. Esta tendencia unificadora continúa hasta la llegada del régimen constitucional, a comienzos del siglo XIX, donde el planteamiento centralista responde a otras causas, fundamentalmente los principios de la Revolución francesa. Conforme a estas ideas, el Ministro de Fomento Javier de Burgos estableció en 1833 la división del territorio nacional en provincias, entendidas como circunscripciones territoriales para la prestación centralizada y uniforme de los servicios estatales, al margen de las regiones históricas, y que se mantiene aún en nuestros días.

      Sin embargo, en las ocasiones en que en nuestro país se vivió con más intensidad el sentimiento constitucional se intentaron formas de descentralización, siempre bajo la presión de movimientos regionalistas y nacionalistas crecientes, a menudo acompañados de hechos violentos (recuérdense, por ejemplo, las guerras carlistas). En este sentido, los principales hitos descentralizadores en nuestra historia contemporánea son:

      1. El período del sexenio revolucionario, con el intento frustrado de implantar una República federal de inspiración anarquista, configurada en el Proyecto de Constitución de 1873.

      2. Los tímidos intentos de regionalización producidos durante la Restauración monárquica (desde 1875), con el fin de controlar las aspiraciones autonomistas. Entre esos intentos debe recordarse el sistema de Mancomunidades (1913), sólo implantado en Cataluña, que languideció finalmente por la insuficiencia financiera y su incapacidad para dar respuesta a las exigencias, cada vez mayores, de autonomía política.

      3. El Estado integral de la II República, forma imprecisa de sistema regional que, bajo las presiones nacionalistas, reguló la Constitución de 1931. Ese Estado sólo tuvo un cierto ?aunque accidentado? desarrollo en el Estatuto de Cataluña de 1932, ya que el Estatuto vasco de 1936 apenas tuvo vigencia a causa de la Guerra Civil, y el Estatuto gallego, aunque aprobado en referéndum, no llegó a ser estudiado por las Cortes y, en consecuencia, nunca entró en vigor. En los demás territorios españoles se produjeron diversas iniciativas pero en ninguno llegó a plebiscitarse siquiera un Estatuto de autonomía.

    2. El regionalismo tras la Guerra Civil

      1. POSICIÓN DEL RÉGIMEN ANTE LOS PROBLEMAS REGIONALES

      El régimen político implantado en España tras la Guerra Civil supuso una vuelta atrás en las aspiraciones autonomistas, inclinándose por un fuerte centralismo. Debe tenerse en cuenta que el nuevo régimen surgió como reacción frente a la II República. Por eso es lógico que la organización territorial del Estado fuera una de las cuestiones modificadas más visiblemente. Incluso podría decirse que los problemas regionales suscitados en el período republicano habían sido una de las causas determinantes del clima de inquietud que precedió a la Guerra Civil. No es extraño, por ello, que una de las ideas claves del nuevo régimen fuera desde el principio el mantenimiento de la unidad política de España frente a todo intento posible de separatismo, recogiendo así además los planteamientos ideológicos de los sectores que alentaron el Alzamiento militar de 1936. Por eso, el lema de la España de Franco era «Una, Grande y Libre» y así constaba incluso en sus banderas.

      De acuerdo con esas ideas, una Ley de 8 de abril de 1938 declaraba abolido el Estatuto de Cataluña. El Estatuto vasco de 1936 no fue derogado expresamente, tal vez por no considerarlo necesario, pero sí lo fueron los conciertos económicos para Vizcaya y Guipúzcoa por Decreto-ley de 23 de junio de 1937, manteniéndose los de Alava y Navarra, provincias que habían colaborado con los vencedores. Además, la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939 declaró ilegales los partidos políticos, entre ellos los regionalistas, y se tipificaron en el...

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