Algunos aspectos conceptuales de la inducción

AutorFranceso Baldó Lavilla

Versión inicial aparecida en ADPCP 1989, págs. 1.091 ss.

(A propósito de la STS de 24 de junio de 1987. Ponente Díaz Palos)(1)

I

  1. La procesada, Carmen, propietaria en Rota de un bar de alterne, rompió sus relaciones amorosas con José, taxista, persona con la que convivía maritalmente desde hacía cuatro años. Poco después, conoció José a una tal Amadora, yéndose a vivir con ella. Pasado cierto tiempo, la procesada intentó reanudar sus relaciones con José en reiteradas ocasiones, resultando sus empeños infructuosos. Ante la firme actitud de éste, y sintiendo celos de la mujer que había motivado la ruptura, le surgió la idea de «darle algún escarmiento para que se marchara de dicha ciudad de Rota, y, de esta manera, juntarse nuevamente con el taxista». Mas como la procesada no se atrevía a hacerlo personalmente, entró en contacto con Juan, al que conocía por convivir con una de las camareras del bar, pidiéndole que «pegara a la tal Amadora para así asustarla y que se marchara de la localidad». El procesado aceptó tal proposición, sin que conste que lo hiciera por móviles económicos. Y así, sobre las 0,15 horas, oculto el rostro, penetró en la vivienda donde habitaban Amadora y José, cuando ésta se iba a acostar; encontrándola en el dormitorio, empezó a golpearla en la cara y en la cabeza, al tiempo que profería amenazas contra ella y le decía que se marchara de Rota, continuando después con golpes por el resto del cuerpo. Al finalizar tal actividad violenta, el procesado pensó en aprovechar la ocasión para tener contacto carnal con la agredida, por lo que la obligó a que se desnudara y echara en la cama, maniatándola, si bien, al manifestar Amadora que tenía la menstruación, la puso boca abajo y, contra su voluntad, le introdujo el pene por la cavidad anal. Finalmente, antes de abandonar la vivienda, le arrojo a la cara de forma rápida y repentina un líquido de tipo ácido, lo que le produjo graves heridas y quemaduras de las que curó a los 200 días, durante los cuales necesitó asistencia facultativa y estuvo impedida para sus ocupaciones habituales 90 días, quedándole como secuela un ectropión de párpado superior e inferior del ojo izquierdo, una pérdida de la agudeza visual de dicho ojo no inferior al 10% y una cicatriz queloidea en hombro y pie derechos. No consta que el procesado, que había sido condenado con anterioridad por varios delitos contra la propiedad, se apoderara de dinero alguno.

  2. La Audiencia de instancia condenó los hechos probados arriba transcritos como sigue. Al procesado Juan como autor de un delito de lesiones graves y de abusos deshonestos a las penas de 10 años y 1 día de prisión mayor por el primer delito y de 4 años, 2 meses y 1 día por el segundo delito, con las accesorias de suspensión de todo cargó público y derecho de sufragio durante el tiempo de la condena. A la procesada Carmen como autora de un delito de lesiones graves a la pena de 2 años de prisión menor con las accesorias de suspensión de todo cargo público y derecho de sufragio durante el tiempo de la condena. Y a ambos, a indemnizar civilmente a la perjudicada, de forma conjunta y solidaria (por mitades), en una suma de 1.500.000 ptas. El Tribunal Supremo desestimó el recurso interpuesto por los procesados Carmen y Juan.

    II

  3. Con una profundidad que desde un principio debe ser aquí resaltada, la presente sentencia del Tribunal Supremo(2) aborda una de las cuestiones que, en referencia a la figura de la inducción, ha ocupado a los juristas desde antiguo(3): la del tratamiento jurídico-penal del «exceso» del inducido. Como es bien sabido, esta problemática se manifiesta en aquellos supuestos en los cuales se produce una «divergencia» entre el hecho al que se instigó y el efectivamente realizado por el autor principal. El presente comentario tiene por objeto el realizar, a propósito de esta sentencia del Tribunal Supremo, una serie de reflexiones sobre algunas de las constelaciones de casos que afectan a la mencionada cuestión. Mas, para ello, analizaremos con carácter previo el presupuesto conceptual básico de la inducción: la «provocación» de la «resolución». Así como de uno de sus problemas específicos: la cuestión de la «modificación», por influjo del inductor, de la resolución tomada originalmente por el autor. Puesto que ciertamente, sólo se puede atribuir al inductor aquella realización del autor que se «corresponde» tanto subjetiva como objetivamente con la resolución provocada (únicamente en este caso no existirá «exceso» en sentido amplio), constituye un paso previo necesario el determinar este «referente» con el cual se ha de corresponder la ejecución. Será entonces cuando podremos cuestionar si lo realizado por el autor se puede o no atribuir al inductor. Será entonces cuando podremos afirmar la «congruencia» o «divergencia» entre la representación del inductor y la ejecución del inducido.

  4. Son éstos algunos de los puntos que se manifiestan problemáticos durante el «iter» de la figura de la inducción a delito. En efecto, si analizamos linealmente todo el decurso de la inducción consumada, podemos observar que se pueden distinguir, fundamentalmente, dos fases. En la primera, el inductor «provoca» en el inducido por medios psíquicos la «resolución» de cometer un hecho concreto. Y, en la segunda, el autor principal ejecuta un hecho antijurídico en «correspondencia» con dicha resolución. Este doble presupuesto objetivo ha recibido el calificativo de «doble resultado» de la inducción4, debiéndose complementar necesariamente en el plano subjetivo por el llamado «doble dolo»(5). Veamos de forma esquemática estas dos fases.

    En la primera, el inductor debe provocar en el inducido(6) la resolución de cometer un hecho antijurídico. Constituye un presupuesto conceptual básico de la inducción, el que el hecho principal provocado posea un grado mínimo de concreción que permita «individualizarlo». No es ciertamente necesario que el inductor defina el hecho completamente en todos sus detalles. El inductor, como sujeto que interviene en hecho ajeno, deja la caracterización concreta del mismo en manos del autor principal, único que tienen «dominio del hecho»(7). Así, en principio, la determinación de detalles concretos de la ejecución como el tiempo, lugar y modalidades de la ejecución, así como la víctima concreta, cuando no poseen relevancia, se dejan al inducido(8). Mas a pesar de que no es necesario que el hecho llegue hasta un tal máximo de concreción, sí, en cambio, existe unanimidad en que debe alcanzar un mínimo exigible. Ni basta con que se instigue a la realización de comportamientos punibles indeterminados (no se puede inducir a infringir «en blanco» el CP), ni incluso a la realización de comportamientos únicamente concretados por su caracterización legal (p. ej., a cometer, en general, hurtos sin más)(9). En estos casos, no se puede afirmar la relación concreta necesaria entre la conducta del inductor y el hecho principal que permite considerar al inductor como equiparable punitivamente al autor(10). El grado de concreción exigible, se encuentra más bien entre ambos extremos. Así, se puede afirmar que existirá responsabilidad por indución sólo cuando se provoque la resolución de cometer un hecho «concreto-individualizable», cuando se fijen los rasgos esenciales que «configuran» el injusto del hecho(11). Esta mínima configuración debe permitir reconocer posteriormente la ejecución del autor como la realización de la resolución provocada por el inductor. Por supuesto, serán elementos esenciales en esta configuración fáctica aquéllos que desde un punto de vista normativo hacen específicas unas figuras delictivas de otras. No importando, en cambio, que se designe o no jurídicamente de forma correcta el hecho provocado(12).

    Así, existe unanimidad en que de conseguir el inductor provocar una total resolución en el destinatario, se perfeccionará la primera fase de la inducción. De lo contrario, no -estructuralmente, en este último caso, nos hallamos ante una tentativa fracasada(13) de inducción (el autor es un «non facturus»)(14)-. Igualmente, existe unanimidad en que si no se provoca la resolución, pero se «refuerza» la originalmente tomada por el autor, concurrirá complicidad psíquica. Ahora bien, ¿qué criterios nos pueden ofrecer la medida de la resolución? ¿Cuándo podremos afirmar que el destinatario ya estaba previamente resuelto a cometer ese mismo hecho? ¿Qué tratamiento jurídico merecen los supuestos en los que el inducido es un «omnímodo vel simul aeque facturus»?(15) (p. ej., un miembro de una banda de malhechores resuelve acabar con la vida de uno de sus enemigos, encargándole el asunto a uno de sus compañeros, sin saber, que éste, ya estaba decidido a liquidar al enemigo común). ¿Y si, pese a que el destinatario estaba resuelto a cometer un hecho determinado, la intervención del instigador se dirige precisamente a la «modificación» de la resolución original? (p. ej., a un sujeto se le propone que colabore en el apoderamiento y con fuerza en las cosas de unos objetos de valor; a pesar de declinar éste la oferta aconseja él a su vez a su proponente que ejecute el hecho violentamente). Como podemos observar, la cuestión de la delimitación conceptual de la figura no está exenta en su primer estadio de complicaciones. Ello no obstante, señalemos ya que éstas se mueven en un espacio común, cual es, como se verá, el del grado de definición que cabe exigir a la «identidad» de la resolución.

    En una segunda fase, se requiere que el autor principal ejecute un hecho antijurídico en «correspondencia» con dicha resolución. Ciertamente, puesto que la mera producción de una tal resolución no es suficiente para que se dé una inducción «completa» («principio de accesoriedad»), o bien deberá haber producido el inductor la lesión del bien jurídico mediatamente a través del autor -inducción a delito consumado (el autor es un «aeque facturus et aeque faciens»)(16)- o bien, por lo menos, deberá haberse dado inicio a la...

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