Artículo 992

AutorManuel Gitrama González
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. REGLA GENERAL

    Además de los dos supuestos, requisitos o condiciones que, como hemos visto, establece el artículo 991 para que aceptación o repudiación de herencia sean válidas, lógicamente es preciso que en el aceptante concurra la debida capacidad para aceptar o repudiar. Tal sería el tercer requisito o quizás, en orden de importancia, el primero.

    Regula el Código este requisito mediante una regla general y varias especiales. El principio general es el del primer párrafo del artículo 992: Pueden aceptar o repudiar una herencia todos los que tienen la libre disposición de sus bienes. Las reglas especiales, que vienen a constituir aclaraciones a la anterior, hacen relación a determinadas personas físicas y a ciertas entidades o personas jurídicas que no pueden realizar los actos de que se trata o necesitan para ello un complemento de capacidad; todo ello normalmente se traduce en la aceptación por persona distinta del heredero, como iremos examinando a tenor de los artículos 992, 993, 994, 996... del Código civil.

    Ante todo, reflexionemos brevemente sobre la capacidad. Esta, en su plenitud, sabido es que comporta la aptitud para ser sujeto de derechos y hacerlos valer, la idoneidad para lo uno y lo otro. Empero, lo uno y lo otro constituye, de modo respectivo, lo que entendemos por capacidad jurídica y por capacidad de obrar. La capacidad jurídica comporta la aptitud para ser titular de relaciones jurídicas; para la tenencia y el goce de derechos. La capacidad de obrar implica la aptitud para realizar actos jurídicos; para el ejercicio de aquellos derechos.

    La capacidad jurídica la tiene todo hombre por serlo; es la capacidad de derecho, la personalidad; abstracta y uniforme para todos, por más que, para ser titular de algunas relaciones determinadas, se precisen también determinadas aptitudes, por lo que no todas las personas gozan de idénticos derechos civiles (1) La capacidad de obrar, por su parte, requiere en el sujeto ciertas condiciones de inteligencia y voluntad; y como éstas no existen en todos los hombres, ni siempre en el mismo grado, unas veces el Derecho la excluye o niega totalmente (v. gr., niño sin uso de razón) y, otras, la limita (v. gr., menor emancipado); casos, estos últimos, de mayor o menor incapacidad natural por falta de aptitud para entender y querer, junto a los que se alinean aquellos otros de restricción de la capacidad de obrar por otras causas legales (v. gr., pródigo, quebrado). La falta de capacidad de obrar se suple, en principio, por la representación legal (salvo que se trate de actos personalismos) o por la asistencia legal (v. gr., art. 289).

    En el tema que ahora nos ocupa es obvio que basta la capacidad jurídica general para heredar, es decir, para ser instituido heredero en testamento o designado tal por la ley. Pueden suceder todos cuantos no estén para ello incapacitados por la ley (art. 744), lo que únicamente ocurre con las criaturas abortivas o con las asociaciones o corporaciones ilícitas (art. 745). Un infans o un loco pueden ser llamados a heredar y pueden heredar, pero carecen por sí de la necesaria capacidad de obrar para aceptar o repudiar la herencia a que son llamados, por cuya razón sólo pueden realizar estos actos a través, como veremos, de su representante legal.

    Ahora bien, puestos en esta tesitura, si toda persona puede heredar (capacidad jurídica), pero no toda persona puede aceptar o repudiar (capacidad de obrar), ¿dónde poner el límite de la última?, ¿ha de ponerse, genéricamente hablando, en el borde de las que durante tanto tiempo se han venido denominando circunstancias modificativas de la capacidad (edad, incapacitación, ausencia...)? A algunas de éstas dedica su atención el Código, ya se verá, en tema de capacidad o no para aceptar o repudiar herencia, pero antes de nada sienta aquel principio general que encabeza el artículo 992; el de que pueden aceptar o repudiar una herencia todos los que tienen la libre disposición de sus bienes. Analicemos la expresión legislativa(2).

  2. LA LIBRE DISPOSICIÓN

    De la regla general que encabeza el artículo 992 puede, ante todo, inferirse que si el legislador requiere la libre disposición en quien acepta o repudia, es porque considera que tales actos son actos de disposición en razón quizá de las consecuencias que de ellos pueden derivarse. No tiene sólo por acto de disposición la aceptación, como preferiría la tesis romanista (adquirir lo que todavía no era del adquirente). Tampoco considera que sólo sea acto de disposición el de repudiación, como vendría abonado por la tesis germanista (deshacerse de lo que ya era del repudiante). Lo son ambos(3). Y entonces, para dilucidar el sentido de «tener la libre disposición», hemos de volver los ojos a la dicotomía entre actos de administración (que, lato sensu, incluyen los meramente conservatorios) y actos de disposición, a la que en otros lugares hemos dedicado alguna atención(4) y sobre la que en éste hemos de retornar al socaire del artículo 999, del 1.026 y de otros.

    Por de pronto, digamos aquí que si las respectivas nociones de actos de administración y de disposición tienen una primordial base económica, siendo de más trascendencia el segundo de ellos, aquellas nociones se truecan en jurídicas al ser reguladas por el Derecho y, máxime, al erigirse en medida del poder de una persona sobre un bien, unos bienes o un patrimonio. De la mayor trascendencia del acto de disposición, en cuanto que modifica la composición de un patrimonio, es buena prueba la contraposición que formula el artículo 1.713 al exigir mandato expreso para dichos actos (transigir, enajenar, hipotecar o ejecutar cualquier otro acto de riguroso dominio) y no requerirlo para los actos de administración. Y lo mismo demuestra el artículo 185, 3.°, que obliga al representante del ausente a realizar actos de administración (conservar y defender el patrimonio del ausente y obtener de sus bienes los rendimientos normales de que fueren susceptibles), pero no se le faculta para realizar actos de disposición. Es que los actos de disposición provocan una modificación, una notoria alteración en la sustancia de un patrimonio disminuyéndola o sometiéndola a un riesgo, a un peligro; gravándolo, por ejemplo, con deudas antes inexistentes. Y porque implican una cierta discrecionalidad o arbitrariedad en quien los realiza, exigen un máximo de poder, de atribuciones, de prerrogativas a su respecto; cabalmente las que corresponden al dominus, al propietario, que primeramente es el único que puede comprometer el valor, la individualización y la permanencia de los bienes en el seno del patrimonio.

    Partiendo de todas estas premisas y contando con que la aceptación pura y simple o la repudiación de la herencia puede implicar muy graves consecuencias para el heredero, se va viendo la justificación, la vatio legis del párrafo primero del artículo en estudio y el por qué exija en él el Código la libre disposición en quien actúa, en abierto contraste, por ejemplo, con la holgura que el propio Código manifiesta en orden, por ejemplo, a la capacidad exigible para aceptar donaciones. Todos los que no estén especialmente incapacitados por la ley para ello, pueden aceptarlas (art. 625); incluso los que no puedan contratar, porque éstos sólo necesitarán la intervención de sus legítimos representantes si las donaciones que se les hacen son condicionales u onerosas (art. 626). Tamaña laxitud se corresponde con la que el Código muestra en orden a la capacidad para suceder mortis causa (art. 744); pueden suceder todos los que no estén incapacitados por la ley, tengan o no la libre disposición de sus bienes. Pero cuando se trate de aceptar o repudiar la herencia, entonces aparece la exigencia de que el actor tenga la libre disposición de sus bienes. ¿Por qué?

    Es claro que el mecanismo de la responsabilidad ultra vires haereditatis, que nuestro Código recogió y conserva (art. 1.003), puede ocasionar muy graves quebrantos a quien acepta pura y simplemente una herencia que resulte damnasa; esto es, cuyo pasivo supere a su activo y cuya confusión con el patrimonio personal del heredero puede comportar evidente daño para éste. Tal aceptación, a todas luces, integraría acto de disposición. Lo mismo que la repudiación de una herencia tenida por lucrativa, al así obstar un enriquecimiento patrimonial del heredero, originando un lucrum cesans. Es por todo ello que entendemos que el Código exige libre disposición de bienes en aceptante y repudiante y no la mera capacidad de obrar que sería suficiente para realizar actos de administración.

    Lo que quizá primero se alcanza es que, por manera análoga a como se distingue en los artículos 625 y 626 en razón de la más o menos aleatoria trascendencia económica de la aceptación de donaciones (mayor la aleatoriedad en las condicionales y onerosas), podría haberse excepcionado en el artículo 992, 1.°, del requisito de la libre disposición de sus bienes al aceptante que se prevaliese del beneficio de inventario, lo que le pondría a cubierto de aquellos riesgos. No se ha hecho así, el legislador no distingue y sabido es que ubi lex non distinguit nec nos distinguere de-bemus. Nadie puede aceptar ni repudiar herencias si carece de la libre disposición de sus bienes.

    Ahora bien, ¿quién tiene, o quién carece de la libre disposición de sus bienes? La regla general, por analogía con lo que disponen los preceptos de los citados artículos 625 y 744, será la de que tienen la libre disposición de sus bienes todos los que no estén especialmente privados de ella por la ley. Tal criterio es acorde, además, con los artículos 662 (capacidad para testar), 1.457 (para celebrar contrato de compraventa), 1.158 (para pagar), 1.052 y 1.053 (para pedir la partición), 1.245 (para testificar), 1.931 y 1.932 (para la prescripción) y, básicamente, con el del artículo 322, a cuyo tenor el mayor de edad es capaz para todos los actos de la vida civil, salvo las excepciones establecidas en casos especiales por este...

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