Artículo 670

AutorJUAN MIGUEL OSSORIO SERRANO
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. PLANTEAMIENTO GENERAL

    1. Este artículo proclama el carácter personalísimo del testamento

      Tal y como se desprende de una simple lectura de la frase que lo encabeza, se contiene en este artículo una de las notas que tipifican el negocio jurídico testamentario en nuestro Derecho positivo desde la codificación: su carácter personalísimo. Tal característica, que constituye una clara excepción en el ámbito de la teoría general del negocio jurídico, en el que mediante el mecanismo representativo es posible en la generalidad de los supuestos su realización por persona diferente a aquella que por su virtud ha de resultar afectada, se evidencia ya en el precepto anterior, el 669, en el que se prohibe otorgar testamento conjuntamente a dos o más personas en un solo instrumento, ya que por acto personalísimo hay que entender -y esto importa para lo que luego diremos- no sólo que éste ha de reflejar la voluntad personal del testador, sino también que no puede contener otra más que la suya (1). Consecuentemente, y al advertirse en esa primera frase que el testamento es un acto personalísimo, y junto a la expresa prohibición del testamento mancomunado del artículo anterior, parece que éste ha de significar necesariamente la expresión de la voluntad única del otorgante, sin que en forma alguna pueda otra persona interferir en ella, ni menos aún serle encomendada por aquél su realización.

      Pero siendo de muy diversas formas como puede provocarse tal interferencia, es por lo que se incluyen a continuación, y como más adelante examinaremos con detenimiento, una serie de puntualizacio-nes tendentes a evitarla, puesto que ello no sólo ocurriría cuando comisionase a ese otro para el otorgamiento total o parcial de su testamento, sino también cuando, aunque testando por sí el propio interesado, dejase para después y a la voluntad de tercero la designación de los favorecidos, o la validez de las disposiciones, o incluso la distribución cuantitativa del caudal, posibilidades todas ellas excluidas en principio por el precepto que nos ocupa, que pretende, como ya se ha dicho, salvaguardar ese carácter personalísimo del negocio testamentario.

      Obviamente, parece que tal característica -y consecuentemente, la prohibición aquí contenida- ha de extenderse en general a cualquier extremo del proceso determinativo de la sucesión, esto es, lo mismo al sujeto (quién o quiénes han de suceder), objeto (en qué o cuánto han de suceder) o título por el que se sucede (universal o particular) (2), ninguno de los cuales podrá delegarse a la voluntad de otro. Y naturalmente, es preciso también incluir en lo aquí prevenido la irrenun-ciable facultad de revocar el testamento contenida en el artículo 737 (3), ya que de ser posible dejar sin efecto el otorgado por otra persona, no cabe duda de que se estaría interfiriendo en la que era su voluntad, aunque fuese -que no es poco- a los solos efectos de hacerla ineficaz. Y naturalmente, también a la posibilidad de que ese tercero, tras la muerte del testador, decida acerca de la validez o no de su testamento, lo que equivaldría a someterlo a la condición del asentimiento de tal tercero (4). En definitiva, se quiere evitar que el testamento deje de ser un acto de voluntad de su autor (causante de la sucesión), convirtiéndose en uno debido a la voluntad, total o parcial, de otra persona.

    2. En nuestro Derecho anterior al Código se admitía el testamento por comisario

      No obstante lo dicho, hay que advertir que hasta la codificación admitían nuestras leyes la doctrina del apoderamiento y la representación en materia testamentaria, forma de testar ésta que, aunque rechazada por el Derecho romano (5) y también por las Partidas (6), fue introducida en nuestra legislación por el Fuero Real (7), en el que se preveía la posibilidad de que alguien resultase ampliamente facultado para testar en nombre de otro, libremente y sin traba, produciéndose en tal caso una absoluta sustitución en la persona del testador. Tal amplitud resultó más tarde restringida en virtud de la meticulosa regulación a la que la sometieron las Leyes de Toro, con un criterio de desconfianza y en evitación de los fraudes y abusos a los que ello se prestaba (8), resultando privada materialmente la institución de cualquier utilidad práctica, ya que admitiéndose en dichas Leyes dos tipos de poder testato-rio, si éste era general, no por ello tenía el comisario amplia libertad para testar por el otro, sino que únicamente resultaba facultado para pagar las deudas del causante y sus cargas de conciencia, y había de destinar además la quinta parte de los bienes a sufragios por su alma, estando reservado el remanente para los parientes llamados por la ley a la sucesión intestada (Ley 32); y si era especial, tenía el comisario que ajustarse estrictamente a las instrucciones que el propio comitente le había indicado en el poder, en el que designaba nominalmente la persona que después habría de ser instituida («... nombrando el que da el poder por su nombre a quien manda que el comisario faga heredero...»), así como las mejoras, desheredaciones, sustituciones y nombramiento de tutor para sus descendientes, limitándose el comisario a reproducir lo que aquél había ya consignado en el poder, siendo en definitiva el propio comitente el que testaba, declarando su voluntad al otorgarlo (Ley 31), en cuyo otorgamiento además disponía la propia ley que habían de intervenir las mismas solemnidades prevenidas para los testamentos (Ley 29). Así, llegó a resultar inútil esta forma de testar, puesto que, como se ha dicho, si el poder era general, testaba la ley, y si era especial, el mismo poderdante (9).

      Todo ello propició el desprestigio entre la doctrina de esta especial forma de testar (10), aunque lo cierto es que el Proyecto de Código civil de 1836, en el capítulo II del Título II del su Libro IV, y bajo la rúbrica «Del poder en virtud del cual puede delegarse la facultad de testar», se preveía aún la posibilidad de encomendar a otro la formación del testamento (art. 2.229), si bien el comisario contaba con unas facultades muy restringidas al no poder sobrepasar los límites que le venían impuestos por el propio interesado en todo lo relativo a quiénes habían de ser los instituidos, sustituciones, mejoras, etc. (art. 2.231), pudiendo únicamente satisfacer las deudas del difunto y emplear el quinto del caudal en sufragios y limosnas a establecimientos de beneficencia, pasando el resto a los llamados a sucederle ab intestato, en el supuesto de que no le hubiese conferido facultades expresas (art. 2.232), debiendo otorgarse el poder con idénticas solemnidades que las previstas para el testamento abierto (art. 2.230), todo ello a semejanza de sus antecedentes legislativos más inmediatos.

      No obstante, el Proyecto de 1851, en su artículo 558, que pasó después a ser el 665 del de 1882 y más tarde el 670 que ahora comentamos, excluyó definitivamente del Derecho común tal especialidad testamentaria, lo que provocó de inmediato la congratulación de los primeros comentaristas del Código y, en general, de la práctica totalidad de la doctrina (11).

    3. Argumentos en contra y a favor de la indelegabilidad de la voluntad testamentaria

      Si bien, como ya se ha dicho, la práctica totalidad de la doctrina justificó la prohibición del poder testatorio, considerando -esto dice Bonel (12)- que en este punto el Código civil dio «muestras de su buen acierto y discreción (...), pues realmente, el dejar al arbitrio de un tercero la disposición de nuestros bienes es absurda y revela, o una falta de libertad que nunca debe mostrarse en los actos de la razón humana, o una falta de cordura del que, no preveyendo las consecuencias de tan utópico modo de obrar, abandona su volición al capricho de un tercero, engendrando pleitos, creando enemistades y poniendo a prueba virtudes poco acrisoladas», no conviene olvidar que aun hoy, quizás desde una óptica eminentemente fondista, no faltan quienes defienden con entusiasmo la opción del poder para testar, rebatiendo todos los argumentos que generalmente se utilizan en su contra. Así (13), ante aquél en cuya virtud se sostiene que el testamento ha de ser personalísimo por no ser delegable la voluntad, se refuta que es de justicia que cualquiera pueda nombrar un delegado para que tras su fallecimiento distribuya sus bienes, toda vez que existe la posibilidad de otorgar amplios poderes sin que resulte escandaloso que el apoderado disponga de los bienes en vida del interesado, cuando realmente podría causarle perjuicios directos. Por lo que hace al temor que provoca el hecho de que los comisarios hagan uso indebido de los poderes que se les conceden, se argumenta que no parece correcta la supresión de un instituto que puede prestar notables servicios por sus manifestaciones patológicas, considerando que el riesgo se reduce o incluso queda eliminado cuando el tal comisario no sea heredero ni tenga derecho alguno sobre la herencia, además de que unos abusos aislados no justifican la prohibición legal, porque así habría que prohibir el testamento mismo -se dice- ante los supuestos nada infrecuentes de que en su otorgamiento incidan criterios extraños y caprichosos, incluso con perjuicio para los propios familiares más allegados. Y por lo que respecta a que el testamento debe de representar íntegramente la voluntad del testador, se replica que existen situaciones en las que éste no tiene medios suficientes de información, ante la duda de lo que será de sus presuntos herederos en el futuro. En suma, se defiende el poder testatorio desde estas posiciones como una manifestación del principio general de libertad civil, en el sentido de que es el legislador el que decide acerca de algo tan íntimo y familiar como es el disponer de los propios bienes para después de la muerte, cuando es, en realidad, el mismo testador el que se encuentra en inmejorables condiciones para establecer las normas a que ha de sujetarse su sucesión.

    4. Las Compilaciones de Derecho foral...

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