Artículo 5

AutorManuel Amorós Guardiola...[et al.]
  1. ANTECEDENTES Y RAZÓN DE SER DEL PRECEPTO

    Cumplido el deseo que la generalidad de los comentaristas formulaba antes de la reforma de la Ley Hipotecaria de 1944 de que se suprimiera la posibilidad de inscribir la posesión, habría de haberse producido una consecuencia inmediata: que fuese ocioso hablar en España de inscripciones de posesión (1). La sistemática de esta obra impone, sin embargo, que se dediquen unas páginas a comentar un precepto que tiene la finalidad de poner término a una prolongada experiencia que se inició en 1863 casi contra la voluntad del legislador. Este comentario tiene, por ello, valor fundamentalmente histórico y visión retrospectiva, y debe limitarse, por otra parte, exclusivamente a la consideración de la posesión como objeto de inscripción, cuestión que no agota todas las relaciones entre la posesión y el Registro de la Propiedad.

    El artículo 5 de la Ley Hipotecaria contiene una prohibición dirigida al Registrador, como encargado del Registro de la Propiedad, de inscribir la posesión, pero, con la generalidad propia de toda norma jurídica, advierte a todos que cualquier pretensión -solicitud u orden, de particular o de autoridad, administrativa o judicial- de inscribir el mero o simple hecho de poseer será calificada con una mera o simple denegación.

    ¿Era necesaria tan tajante determinación? Formalmente, no. Debe tenerse en cuenta que la definición del objeto del Registro, es decir, la expresión de los derechos susceptibles de inscripción, es realizada, básicamente, por el artículo 2 de la Ley Hipotecaria, que guarda absoluto silencio acerca de la posesión. Ninguno de los artículos de la Ley concordantes con el citado artículo 2 se ocupa de la inscripción de la posesión. Se han suprimido, además, del texto legal todas las referencias a los efectos de las inscripciones de posesión contenidas en la Ley de 1909, así como la regulación del expediente judicial pensado para inscribir el hecho de la posesión. ¿No era suficiente esta batería de actuaciones legislativas para entender que no era posible ya inscribir la posesión? Probablemente, sí, y así lo manifestó algún diputado en el curso de los trámites parlamentarios (2), pero las leyes no se fabrican en un laboratorio atemporal. Nacen en una circunstancia histórica concreta, que justifica su existencia. En el caso que nos ocupa una larga trayectoria favorable a la inscripción de la posesión y un enconado debate doctrinal acerca de su naturaleza jurídica hicieron necesaria la expresa prohibición impuesta por el legislador de 1944.

    Desde un punto de vista histórico, la razón de ser del precepto radica en la necesidad de poner fin a una larga etapa durante la cual la posesión fue acogida, generosamente acogida, en el Registro de la Propiedad como medio de atraer al mayor número posible de fincas. Esta larga etapa puede dividirse en dos fases, la dominada por la Ley de 1861 y la iniciada con la reforma de 1909:

    1. La Ley de 1861 no mencionó a la posesión entre los derechos reales inscribibles, ni la contempló como derecho susceptible de inscripción separada (3). El Registro de la Propiedad se creó pensando en el dominio y en los demás derechos reales, entre los cuales la doctrina imperante en la época no situaba a la posesión. A decir verdad, la posesión aparece mencionada por primera vez en la Ley de 1861 en el Título XIV, al que todos atribuyeron el carácter de disposición transitoria, con ocasión del tratamiento que habría de darse a los documentos no inscritos. Atento a la realidad social, que evidenciaba una absoluta falta de titulación suficiente para inscribir, el legislador se vio en la obligación de regular, como medio de conseguir una titulación supletoria para propietarios que carecieran de título, un expediente judicial que permitiera la inscripción de las fincas sin más que acreditar, básicamente a través de testigos, su posesión.

      La medida tenía un carácter excepcional y transitorio. Pensaba el legislador que la titulación ordinaria sería, a partir de la entrada en vigor de la Ley, de uso habitual. Por tal motivo el expediente de información posesoria sólo podía ser utilizado cuando se tratara de adquisiciones anteriores a la entrada en vigor de la Ley (1 enero 1863) y siempre que se careciera de título de dominio escrito (4).

      La finalidad del expediente, desde un punto de vista regis-tral, era fundamentalmente inmatriculadora, pues se trataba de atraer al Registro toda la propiedad inmueble. Sin embargo, la Ley de 1861 permitió, cumpliendo ciertos requisitos, que se inscribiera el expediente aun existiendo asientos contradictorios, previa resolución judicial, en cuyo caso cumplía la finalidad de reanudar o reiniciar el tracto interrumpido y, por otro lado, admitía el expediente para inscribir, no sólo el dominio de una finca, sino también derechos reales sobre finca ajena.

      Así pues, puede afirmarse que en la mentalidad del legislador de 1861 no cabía la posesión por sí misma en el Registro y sólo se pensó en ella como un hecho, susceptible de prueba mediante testigos, que, ordinariamente, revelaba la existencia del dominio en el poseedor. Es dudoso que se planteara la posibilidad de que la posesión podía, cuando menos, desembocar en dominio, si se acreditaba una posesión en concepto de dueño, en cuyo caso la constancia registral de la posesión podía facilitar los trámites de la usucapión (5). El propio artículo 397 de la Ley Hipotecaria, al introducir el expediente posesorio, en el que se justificaba la posesión, no hablaba de inscribir la posesión, sino el dominio pleno de alguna finca o algún derecho real (6), y el artículo 403, tras su reforma por Ley de 21 diciembre 1869, limitaba los efectos de la inscripción de posesión al cómputo del tiempo para una prescripción extraordinaria: se contará para la prescripción que no requiera justo título el tiempo de posesión que se haga constar en la inscripción como transcurrido, siempre que no lo contradiga aquél a quien perjudique (7).

      Sin embargo, la irreflexiva utilización de la expresión «inscripciones de posesión» (art. 403), por un lado, y la ingenuidad de creer que mediante testigos podía probarse algo más que un mero hecho (difícilmente podía testificarse sobre el concepto en que una persona poseía una finca) (8) permitieron que, poco a poco, incluso con disposiciones legales, se fuera desfigurando este esquema inicial:

      1. Se ampliaron los medios para inscribir la posesión, que pronto pudo también inscribirse mediante certificación administrativa o eclesiástica (para inscribir los bienes pertenecientes al Estado y a las Corporaciones civiles y de la Iglesia Católica) (R. D. de 11 noviembre 1864) e, incluso, mediante una simple certificación del Ayuntamiento con referencia al Amillaramiento (R. D. de 25 octubre 1867), recogidos ambos en la Ley de 1869, si bien la certificación municipal quedaría relegada unos años después (Ley de 17 julio 1877) a documento complementario de los expedientes posesorios, sin poder servir por sí sola para practicar la inscripción.

      2. El expediente posesorio perdió su carácter transitorio: pensado para conseguir un rápido acceso de la propiedad al Registro y como medida transitoria, pues, producido aquel masivo acceso, se pretendía que las inscripciones e inmatriculaciones se practicaran en virtud de titulación ordinaria, a partir de 1875 (D. de la Regencia de 10 febrero), el expediente posesorio -y los demás medios de inscripción de la posesión- puede utilizarse también para adquisiciones posteriores a 1 enero 1863.

      3. Al regular la Ley de 1869, dentro de la titulación supletoria, un expediente de dominio, consagró la sustantividad de la inscripción del expediente posesorio como inscripción de la posesión.

      4. La práctica, con el apoyo de la Dirección General, admitió la inscripción de títulos traslativos de la posesión inscrita lo que, en modo alguno, estaba permitido por la Ley (arts. 2 y 397 y ss.) (9).

      Los propósitos del legislador se fueron truncando paulatinamente: el expediente posesorio no quedó reservado a propietarios sin título, sino que fue utilizado con más frecuencia que el propio expediente de dominio, incluso por propietarios con título, por las ventajas fiscales y de prueba; por su facilidad, fue también utilizado para conseguir la inscripción de adquisiciones nulas, que en ningún caso hubieran podido inscribirse, y para consumar usurpaciones de dominio, sirviendo así de cauce para legalizar «la sorpresa y el despojo»; la posibilidad de inscribir títulos traslativos de la mera posesión acabó por convertir a la posesión en objeto de la titulación ordinaria, con finalidad no estrictamente inmatricula-dora. Todo ello produjo una avalancha de inscripciones de posesión que hizo cundir la alarma entre los hipotecaristas, temerosos de que el Registro «de la Propiedad» quedara convertido en un Registro «de la Posesión» (10).

    2. En esta situación, concretada en la ingente cantidad y la deficiente calidad de las inscripciones de posesión, se plantea una reforma de la Ley Hipotecaria que, contra lo que cabía esperar, consumó el apogeo de las inscripciones de posesión, al no poder evitar la influencia de una nueva posición doctrinal, que algunos han dado en llamar teoría española de la posesión de inmuebles, según la cual la posesión era un verdadero derecho real y accedía, por tanto, al Registro de la Propiedad por sus propios méritos (11).

      La Ley de reforma de 21 abril 1904 potenció los efectos de la inscripción de la posesión hasta hacerlos similares a los de la de dominio, salvo frente al verdadero dueño, y previo un sistema de conversión de las inscripciones de posesión en inscripciones de dominio por el mero transcurso del tiempo. Consciente el legislador de los denunciados abusos que el expediente posesorio había favorecido, intentó evitar algunos supuestos prohibiendo la inscripción de la posesión cuando ya existían asientos sobre la misma finca, para reconducir el expediente al campo de la inmatri-culación, a la par...

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