Artículo 2.6°

AutorManuel Amorós Guardiola...[et al.]
  1. INTRODUCCIÓN

    Si ya todo el artículo 2 de la Ley Hipotecaria ha sido generalmente objeto de crítica desfavorable por parte de la doctrina, en sus diferentes apartados, precisamente ha sido este número 6.° el que ha recogido los juicios más adversos. Así, del precepto en general se ha dicho (77) que apenas tiene nada que pueda ser digno de alabanza, y que la mayoría de su contenido está ya dicho, y mucho mejor, en el párrafo 1 del artículo 1; todo en él -se dice- es inútil, originador de equívocos, incompleto y de defectuosa redacción. Pero al llegar al estudio de su número 6.° la crítica se hace ya demoledora: para el mismo autor citado (78), es éste aún más incomprensible. Porque si se refiere a los bienes en sí es más acertado el sistema seguido por los artículos 4 y 5 del Reglamento Hipotecario; y si se quería referir a los negocios jurídicos que tienen acceso al Registro, el precepto es inútil, ya que no sólo se inscriben los títulos de adquisición, sino todos (modificativos, extintivos, etc.).

    Diversas causas han contribuido a crear esta actitud negativa. De una parte, el propio origen histórico del precepto, que surge con motivo de introducirse en 1869 en forma defectuosa un artículo procedente de una normativa fragmentaria y dispersa, aislándolo de sus complementos normativos. De otra, su propia redacción: la norma viene siendo reiterada casi sin alteración desde 1869, y es evidente que hoy día se halla anticuada, poco acorde con la normativa sustantiva a la que debe complementar. En fin, cabe traer a colación también aquí el tradicional descuido que siempre mostró la doctrina hipotecarista clásica hacia los temas cuyo origen y basamento sustantivo se sitúa no en el Derecho civil, como ocurre de ordinario, sino en el Derecho Administrativo; descuido este que sólo recientemente ha comenzado a corregirse. Muy variadas causas, pero un único efecto: un fuerte rechazo del número 6.° del artículo 2 de la Ley Hipotecaria, cuyo estudio o bien se omite desde el principio, o bien se pasa casi por alto para irse a buscar directamente la solución en la legislación especial.

    Entiendo que la posición correcta debe ser la contraria, y que el artículo 6.2.° de la Ley Hipotecaria es un texto legal que debe ser interpretado como tal, es decir, como dice Larenz (79), como «portador del sentido» en él depositado. Hay que «hacer hablar» al artículo, esto es, aislar, separar para luego difundir y exponer el sentido en él contenido, pero en cierto modo todavía oculto (80). Es el único camino que permitirá la plena comprensión de la norma y que, una vez obtenida, puede que nos conduzca a un juicio de la misma radicalmente contrario al antes ofrecido y todavía usual entre nuestros autores.

    Ya en esta dirección, hay que apresurarse a poner de manifiesto que, en mi opinión, el núcleo del contenido jurídico de este número 6.° viene constituido por lo siguiente: el acceso al Registro de los bienes públicos. Esto es algo que se desprende de una primera lectura del texto, de una forma inequívoca y que no precisa grandes justificaciones. Es decir, con la expresión «bienes que pertenezcan al Estado o a las Corporaciones civiles» se está señalando, hoy, a los llamados comúnmente bienes públicos. Lo difícil es precisamente saber qué debemos entender aquí por «bienes públicos».

    El camino para ello no puede encontrarse en el Derecho comparado; esta es una vía desde el primer momento rechazable, porque con la expresión bienes públicos se designan realidades muy diferentes en los distintos países. En Italia, por ejemplo, para fijar el concepto de Beni pubblici la doctrina rechaza el criterio subjetivo de la propiedad (81); los bienes de que son titulares los entes públicos suelen clasificarse por los autores en tres grandes grupos: demanio, patrimonio indisponible y patrimonio disponible. Pues bien, la doctrina es unánime en excluir los bienes integrantes del llamado Patrimonio disponibile (que, a grandes rasgos, cabría identificar con nuestros bienes patrimoniales de la Administración) del campo de los bienes públicos y entregarlos al Derecho Privado. Y una parecida observación cabe hacer del Derecho alemán: entre los bienes de las entidades públicas, hay algunos que no tienen la condición de öffentliche Sache: el llamado patrimonio financiero (Finanzvermógen), bienes de titularidad pública que no se hallan afectos a una finalidad pública y que sirven por ello a los fines de la Administración sólo en forma mediata: tales bienes se excluyen formalmente del Derecho Administrativo: no son, simplemente, öffentliche Sachen en sí mismos (82).

    En nuestro Derecho, a semejanza del francés, a la hora de estudiar los bienes públicos se acude a una bipartición fundamental, a modo de summa divisio de los bienes que condiciona todo el estudio posterior: bienes de dominio público, o demaniales, y bienes de propiedad privada de la Administración (art. 338 C. c). Según la interpretación clásica, los bienes demaniales vendrían integrados por un grupo de bienes de la Administración que, por hallarse afectados al uso público o a un servicio público, gozarían de un régimen jurídico público, exorbitante del de la propiedad privada e integrado por una serie de privilegios legales. Por el contrario, los bienes patrimoniales o de propiedad privada se definirían negativamente o residualmente: los bienes no afectados a esas finalidades públicas y con un régimen jurídico básicamente idéntico al que el Derecho civil ofrece para la propiedad privada. Tal sería el planteamiento tradicional de los bienes públicos, el que se desprende de la regulación del Código civil (arts. 339 y ss.) y el que, incluso, habría sido hoy ya constitucionalizado, puesto que el artículo 132 Constitucional ha consagrado esta esencial bi-polaridad: se citan, es verdad, cuatro clases de bienes públicos, pero dos de ellas (los comunales y los del Patrimonio nacional) por razones coyunturales, ya que no son más que dos variantes de bienes demaniales. Por ello se piensa que el texto constitucional ha supuesto la confirmación de la fundamental separación entre esas dos clases de bienes (83).

    No me parece acertado este criterio doctrinal para abordar el problema de la inscripción registral de los bienes públicos; ni tampoco me parece útil a la hora de realizar la exégesis del artículo 2.6.° de la Ley Hipotecaria No estamos, creo, aquí ante una cuestión de régimen jurídico, sino simplemente de titularidad. Lo que caracteriza a los bienes públicos es que su titularidad corresponde a una Administración pública (en sentido lato) (84). El criterio subjetivo de la pertenencia, de la atribución a una entidad pública es el único dato a tener en cuenta. En una palabra, creo que por Bienes públicos a efectos regístrales, y en concreto, a efectos del artículo que comentamos hay que entender todos aquellos bienes de que son titulares (y empleo esta palabra en vez de propietarios para conscientemente eludir la vidriosa discusión sobre la naturaleza dominical o no de la relación de la Administración con sus bienes demaniales) cualesquiera Administraciones públicas (en sentido amplio e indiferenciado); tanto, pues, los llamados demaniales como los patrimoniales. El único requisito es de tipo subjetivo: la titularidad pública.

    Y a esta conclusión puede llegarse por distintas vías, y no sólo por el fácil argumento literal de que el texto legal no distingue, ni siquiera por el estudio de sus precedentes históricos, a los que en seguida se aludirá. Tampoco sería suficiente para ello referirse a las frecuentes y ya antiguas críticas a que la doctrina viene sometiendo la clásica distinción, tanto en España como en su modelo francés (85); ni aludir al destacado papel que la noción de titularidad ha adquirido a la hora de obtener una caracterización adecuada de los bienes públicos, tal y como ha sido subrayado por la doctrina (86).

    Basta para ello asomarse a nuestra realidad legal, que ofrece palmariamente, en los textos positivos, la existencia de un régimen jurídico básico común a todos los bienes públicos, exorbitante del Derecho civil y regulado por el Derecho administrativo; y predicable, con mayor o menor extensión e intensidad, tanto de los bienes de dominio público como de los patrimoniales. Temas como la recuperación de oficio, el deslinde administrativo, la au-totutela, la discutida inembargabilidad, las normas sobre competencia y procedimiento en los actos jurídicos de adquisición y enajenación de bienes... son capítulos comunes a todos los bienes públicos, de cualquier clase. Y simplemente otro de estos capítulos comunes lo constituye la inscripción en el Registro de la Propiedad de los bienes inmuebles públicos, objeto de la norma que ahora estudiamos. Creo que puede aceptarse, por tanto, como dato inicial y base para ulteriores desarrollos la afirmación que antes se hizo: el sentido oculto en el artículo 2.6.° de la Ley Hipotecaria es el problema del acceso al Registro de todos los bienes de titularidad pública. Con otras palabras, los bienes «que pertenezcan al Estado y a las Corporaciones civiles» son, sencillamente, los bienes de que son titulares cualesquiera Administraciones públicas (en sentido lato), sea cual fuere su ulterior calificación.

    Otra idea debe ser subrayada en este momento inicial. Pienso en el dato de que estamos ante uno de los campos más fecundos y propicios dentro de las relaciones generales entre el Derecho hipotecario y el Derecho administrativo. Frente al tradicional y mutuo desconocimiento de estas dos ramas jurídicas, se destacan hoy las recíprocas interinfluencias, zonas comunes y puntos de contacto entre ambas; y así se habla de los documentos administrativos como títulos inscribibles, de los actos administrativos como creadores de mutaciones jurídico-reales con trascendencia registral, del procedimiento registral como procedimiento administrativo, y, en fin, en cuanto ahora interesa, de los bienes públicos como bienes objeto de inmatriculación registral. Hoy día...

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