Artículo 16: Libertad ideológica y religiosa

AutorJosé María Beneyto Pérez
Cargo del AutorAbogado. Profesor Agregado de la Universidad San Pablo C.E.U.
Páginas303-338

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I Consideraciones histórico-sistemáticas
1. El derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión como libertades fundamentales de la persona

No es extraño que el artículo 16 aparezca en nuestra Constitución inmediatamente después del reconocimiento constitucional del derecho a la vida y a la integridad física y moral. El ámbito de la racionalidad y de la conciencia personales es el espacio más específico de la identidad humana, el lugar en donde cada ser humano busca y establece su relación personal con los valores y con Dios. Aunque desde el punto de vista antropológico haya de considerarse ambos núcleos de libertades -los que definen los arts. 15 y 16- como inseparables, es patente que en aquel ámbito donde el hombre ejerce los actos más específicamente personales y los proyecta con su conducta al mundo de los demás es también donde puede sufrir los atentados más radicales contra la actuación de su ser personal.

Ahora bien, de este carácter primario y fundamental -«fundante» de las demás libertades- que posee el que genéricamente se denomina «derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión» 1 y, en especial, el derecho a la libertad religiosa, se derivan dos importantes consecuencias. En primer lugar, esta íntima vinculación de la libertad de pensamiento con la misma naturaleza racional del hombre define la línea que separa un Estado democrático -en el que se garantiza la distinción entre súbdito y ciudadano, pero sobre todo entre ciudadano y persona- y un Estado totalitario. Lo que caracteriza al Estado totalitario es la asunción por parte del Estado de la raíz más íntima de la persona humana: su capacidad de formarse su propia visión del mundo y de actuar en consecuencia. La identidad entre persona y ciudadano -paralela a la identificación entre Estado y sociedad 2- es el punto de inflexión que marca la desaparición de las libertades y su sustitución por el Leviatán. Y a la inversa: en el origen mismo de las libertades se halla el reconocimiento de la libertad de pensamiento como derecho esencial de la persona humana 3.

Por otra parte, la reconducción de la libertad de pensamiento a su íntima vinculación con la naturaleza racional del hombre, esto es, con su capacidad de buscar y conocer los valores, de comprometerse con ellos, y aun de trascenderse a sí mismo por medio de la religión, es, además, la base sobre la que se puede construir un concepto de libertad no reduccionista, que no limite el significado de la libertad de pensamiento a la mera inmunidad de coacción.

Esta visión simplista podría resultar de una lectura superficial del texto del ar-Page 307tículo 16. En efecto, podría parecer en un primer momento que lo que reconoce el artículo 16 es única y exclusivamente una inmunidad de coacción en materia ideológica y religiosa o en las creencias de todo ciudadano y de las comunidades frente al Estado. De acuerdo con esta interpretación, los titulares de las libertades que garantiza el artículo 16 podrían formarse y expresar sus propias opiniones ideológicas y convicciones éticas, o bien profesar una fe religiosa determinada; comportamientos absolutamente ajenos -exentos y, de algún modo, contrapuestos- al Estado, sin que pudiese darse una mediación positiva por parte de éste. Se trataría, pues, de una libertad «frente» al Estado, pero no de una libertad «en el» Estado. Tal interpretación podría justificar en todo caso el principio decimonónico de separación entre Iglesia-Estado -el principio de laicidad- y aun el principio de igualdad religiosa, pero no el principio de cooperación al que obliga el propio artículo 16 en su apartado tercero. Tal interpretación no sería capaz, en definitiva, de superar la concepción de un Estado que considere a sus miembros como súbditos, simples objetos y simples beneficiarios de sus acciones de gobierno y no los considere como ciudadanos: miembros activos a quienes compete realizar un programa de autorealización subjetiva.

Para considerar lo que significa este paso de «la laicidad» a «la cooperación» y sus consecuencias en el marco de nuestro texto fundamental es preciso analizar sucintamente lo que ha supuesto históricamente el proceso que ha llevado al reconocimiento de la libertad de pensamiento como derecho fundamental de la persona humana.

2. La neutralidad ideológica como fundamento del estado moderno

Cabe plantear la conquista histórica de las libertades de pensamiento, conciencia y de religión desde dos puntos de vista: desde el Estado mismo, esto es, desde el proceso de secularización del mundo teológico-político medieval y la consecuente neutralización ideológica de la comunidad política, o desde el ángulo de la progresiva consolidación de la identidad de esas libertades, es decir, desde la transformación que supuso el paso de la garantía de la libertad religiosa en un Estado tendencialmente cristiano a la protección de una libertad de conciencia esencialmente neutra y arreligiosa. En el primer caso habremos de abordar un análisis del origen mismo del Estado; en el segundo se hará precisa una sinopsis histórica del reconocimiento del derecho de libertad de conciencia. Ambos puntos de vista son complementarios. Sin el dato de la neutralidad ideológica del Estado moderno no es posible que llegue a garantizarse las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión; y viceversa: dichas libertades son el fundamento último que aseguran la neutralidad ideológica del Estado y, por tanto, la existencia de un Estado no totalitario.

El origen de la neutralidad ideológica del Estado se encuentra ya sucintamente expresado en unas palabras del célebre Michel DE L'HOPITAL, quien en 1568, poco antes de estallar la guerra contra los hugonotes, siendo canciller del rey de Francia, propone la necesidad de alcanzar un punto de encuentro entre ambas confesiones, enfrentadas por defender respectivamente la verdadera fe: lo decisivo - Page 308 afirma L'Hopital- no es cuál sea la religión verdadera, sino cómo convivir unos con los otros.

Esta expresa justificación de un ámbito de racionalidad política exento a la fe religiosa se enmarca dentro del proceso de secularización que se inicia con la lucha de las investiduras (1057-1122), experimenta su punto álgido con la institucionalización del Imperio y la Iglesia como dos órdenes estructuralmente autónomos en la Baja Edad Media y se consuma con la definitiva pérdida de la unidad religiosa en el siglo XVI.

La relevancia de la lucha de las investiduras como espoleta del proceso de secularización resulta patente si se considera que la configuración política del espacio geográfico centroeuropeo, lograda tras el asentamiento de los pueblos bárbaros, se basaba en la concepción de la «res publica christiana» como orden político-religioso, inmerso, por tanto, en la realización del «regnum Dei» en la tierra, y en el que tanto el Papa como el Emperador eran representantes de una realidad sacra. En este contexto, la lucha de las investiduras supuso la separación entre «lo terreno» y «lo sagrado» y, como consecuencia, la constitución de la «Iglesia» como institución jurídica monopolizadora de lo religioso, frente al Imperio como comunidad política. Este desplazamiento de la organización política al ámbito de lo profano supuso en un segundo momento histórico la emancipación de la política en cuanto orden racional autónomo y, a la larga, como fruto de una específica dialéctica histórica, la tentación de recabar la supremacía de lo religioso para sí. Las formas primitivas de la idea de soberanía y la progresiva consolidación de un territorio clausurado no son, dentro de esta evolución histórica, sino elementos que el poder político va acumulando frente a la tradicional supremacía de los papas 4.

La transformación del primado de la religión en el primado de la política se realiza con las guerras de religión. Después del fraccionamiento de la unidad religiosa, el recurso a la política como único elemento estable capaz de garantizar la paz civil sella definitivamente la supremacía de la política. La aplicación de un concepto formal de paz no orientado hacia la posesión de la verdadera fe, sino hacia la necesidad de mantener el orden y la seguridad públicas, acaba por desplazar a la religión como elemento esencial de la organización política. Lo que la autoridad pública garantiza no es ya el descanso en Dios, sino la libertad de la conciencia para decidir por sí misma en materia religiosa. El Edicto de Nantes (1598) estatuye jurídicamente la tolerancia como principio ordenador de las relaciones en la polis: el ciudadano individual goza de todos los derechos civiles sin necesidad de que profese la verdadera fe. A partir de este momento, aunque se siga hablando del «gobierno de Dios»...

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