Artículo 1.105

AutorProfesor Titular de Derecho Civil.
Cargo del AutorAngel Carrasco Perera.
  1. INTRODUCCIÓN AL CASO FORTUITO

    1. En nuestro Derecho vigente hasta la promulgación del Código civil, caso fortuito era denominado «ocasión que ocurre por ventura que no se puede ante ver» (1). Con el sustantivo de «ocasión» -glosada siempre como casus fortuitus por los comentaristas- se venía haciendo referencia de modo general a aquellos sucesos, normalmente traducibles en resultado material de daño, que impedían el cumplimiento de la obligación.

    2. A diferencia de lo que ocurre con la culpa, en la que la definición del artículo 1.104 le es expresamente propia («la culpa consiste...»), el Código civil no utiliza en el artículo 1.105 el concepto de caso fortuito, ni el de fuerza mayor. De manera que la descripción contenida en este precepto lo es de un suceso imprevisible e inevitable, que la doctrina calificará en consecuencia como caso o fuerza. Pero el Código civil no ha definido propiamente el caso fortuito, ni se puede decir que lo haya equiparado a la fuerza. Se ha limitado a dar una descripción de un suceso en el que el deudor no responde.

      A su vez, el Código civil se aleja de otro posible modelo legal, en el que se estableciera la exoneración del deudor por caso fortuito, o se identificara a éste con la causa no imputable al deudor, remitiendo, sin embargo, a descripciones externas a la ley lo que debiera entenderse por caso fortuito.

      En resumen, el Código civil contiene en el artículo 1.105 la descripción del supuesto en que el deudor no responde. Cuando las normas particulares utilicen el concepto de caso fortuito habrá que entender que incorporan esta descripción. Lo mismo habrá que entenderse cuando se maneje el concepto de fuerza mayor, pues, salvo especificación en la concreta norma, se deberá considerar que se hace referencia al suceso por el que el deudor no responde, que es el descrito en el artículo 1.105.

    3. Exonerar al deudor por caso fortuito es designar una zona de riesgos que no le son atribuibles a este deudor. El Código civil ha repartido los riesgos de frustración del interés del acreedor, localizando en la persona de éste los que deriven de sucesos imprevisibles o inevitables. El caso constituye entonces el límite del riesgo atribuido al deudor (2).

      Lo curioso es que el Código civil distribuye al acreedor las consecuencias de un riesgo producido en el interior del programa de cumplimiento de la obligación; es decir, como consecuencia de una actuación localizada en la persona del deudor. Mas no se hace del mismo modo lo contrario. Ciertamente que los riesgos de que el complejo de la prestación en su conjunto se frustre pueden provenir de sucesos que se localizasen «de la parte del acreedor». Pensemos en el caso fortuito que le impide al acreedor recibir la prestación (mora accipiendi). Pensemos igualmente en el «transcurso del tiempo» que erosiona la consistencia de la cosa que el acreedor entregó para su uso o disfrute al deudor. O en el «vicio de la cosa», que el acreedor entrega para que el deudor la use o la emplee (v. gr., obra). En ninguno de estos casos el deudor sufre las consecuencias del riesgo «de la parte del acreedor». El deudor no tiene por qué soportar el caso fortuito que le impide al acreedor recibir la cosa; aun por caso fortuito, el acreedor estará en mora (3). El deudor no soporta una parte del riesgo que supone el transcurso del tiempo sobre la cosa de la que usa y disfruta (v. gr., el deudor no está obligado a amortizar la cosa).

    4. Sin embargo lo dicho, no resulta del todo correcto formular la regla (y menos extrañarse de ella) de que con el caso fortuito el ordenamiento desplaza sobre el acreedor parte de los riesgos de la prestación. Baste pensar que todo el régimen clásico precodificado del c. f. (así como el de las culpas prestables) se construyó sobre modelos típicos de responsabilidad por custodia de bienes ajenos (depósito, comodato, alquiler, prenda). En estos tipos, el acreedor actúa igualmente como dueño; el fundamento de distribución en su contra del riesgo se justifica en la regla res perit domino. Así sería incluso en el caso de la compraventa si nuestro sistema hubiera adoptado el punto de vista de la transmisión consensual (la propiedad se transmite al comprador por contrato, y con aquélla los riesgos).

      Por lo demás, al exigirse en la doctrina clásica que ni tan siquiera se diese levísima culpa, como condición necesaria para reputar como fortuito un suceso, se estaba diciendo que sobre ese suceso dañoso el deudor no se presentaba como tal deudor de una custodia. El daño al acreedor-dueño se hubiera manifestado igualmente de no haber existido ese deudor. El acreedor se enfrenta al suceso como dueño de la cosa. Si la presencia de ese deudor hubiera sido relevante para la producción del caso, normalmente estaríamos ante un casus culpa determinatus, y el deudor respondería del mismo.

    5. En el Derecho civil no modificado en este punto por leyes especiales no existe regla alguna que imponga la asignación del riesgo del c. f. en función de la mayor o menor posibilidad de cada contratante de asegurar este riesgo. El ordenamiento civil general no muestra una preferencia especial entre un seguro de responsabilidad civil (de parte del deudor) y un seguro de daños o de lucro cesante (de parte del acreedor). Pártese de la idea de que los sujetos se encuentran en el momento de contratar en situación de igualdad.

      Lógicamente, el transcurso del tiempo no ha mantenido inalterada esta suposición. La responsabilidad del fabricante (a punto de ser especialmente regulada entre nosotros en cumplimiento de las normas comunitarias) es objetiva por los daños causados al consumidor o usuario como consecuencia de la cosa. La razón es que, evidentemente, es el fabricante quien mejor se puede asegurar y distribuir en el entorno el coste de este riesgo.

      Sólo en contratos en masa se puede hablar de mejor o peor situación para distribuir el riesgo. En este tipo de contratos el adquirente de bienes o servicios (no necesariamente consumidor final) se sitúa como elemento de una colectividad de adquirentes del mismo bien o servicio, colectividad indeterminada. Sería inútil exigir que en estos casos el adquirente se asegure su daño, mientras que resulta practicable que la fuente del riesgo asegure de un modo colectivo su responsabilidad civil. Téngase además presente que en un mercado como el actual las partes no están en las mismas condiciones de producirse mutuamente daños. Resulta curioso constatar cómo en los negocios de intercambio en los que intervienen consumidores finales, éstos apenas están en condiciones de «dañar» al fabricante o vendedor. Sólo le podría dañar no pagando. Pero precisamente la obligación de pago de dinero es la que no admite excusa de c. f. (ni la insolvencia del deudor lo es). Además, el acreedor del pago, si vendió a crédito, ya se habrá preocupado por su parte de buscarse un sistema de garantías que reduzcan altamente el coste de los riesgos de un impago.

      Cuando la norma ha puesto de la parte del deudor la asunción del riesgo del fortuito, esta asignación normalmente sólo será primaria, como un punto de imputación sin relevancia económica. Porque, de hecho, cuando aquella asignación ocurre, quien lo soporta (el c. f.) es el acreedor, en la forma de aumento de precio. Es el acreedor quien paga al deudor el coste de haber asumido el caso fortuito; luego es de hecho el acreedor quien lo asume. Hoy, con fuentes de bienes y servicios altamente monopolizadas de hecho o de derecho (transportes, venta de productos farmacéuticos, automóviles, etc.), y con puntuales sistemas de seguros obligatorios (transportes de personas, etc.), el riesgo del caso fortuito lo soporta el acreedor de la prestación, si bien con un coste distribuido entre el conjunto de acreedores de la misma prestación.

    6. La construcción doctrinal clásica de los «sucesos», conectada a tipos de responsabilidad por custodia de bienes ajenos, ha llevado insensiblemente al planteamiento cuasi-extracontractual del c. f. El suceso se orienta al «daño», y, por demás, al daño-destrucción o daño-deterioro de bienes ajenos corporales. Observemos que en las construcciones doctrinales modernas sobre el caso (v. gr., Exner, en la responsabilidad del transportista; Trimarchi, en la responsabilidad por riesgo de empresa) siempre se piensa en el suceso «dañoso». Lo que en el comentario al artículo 1.101 llamábamos daños a intereses de indemnidad del acreedor, «accidentes», en la terminología anglosajona.

      Pero con estas construcciones no se dice mucho, y a veces nada, del suceso orientado al incumplimiento, del cual resultará, en su caso, un daño. El deudor no entrega la cosa debida, que por lo demás no se ha destruido; el acreedor queda privado o afectado en el uso útil del bien; el deudor no presta el servicio contratado por estar enfermo, etc. Cuando el «suceso» se orienta al incumplimiento, el ámbito de estos sucesos pensables se amplía fuera del estrecho círculo de la indemnidad material de la cosa. Por ejemplo, la guerra, como species clásica del caso, es la guerra que produce destrucción de la cosa comodada o alquilada; pero también puede pensarse en la guerra en el país (lejano) al que ha de hacerse expedición de la mercancía, y que aumenta los costes y riesgos del transporte. Y este último suceso no se orienta al daño de la cosa, sino al incumplimiento.

    7. Nuestra jurisprudencia ha resuelto estadísticamente numerosos casos donde se plantea cuestión del fortuito. Curiosamente, su grado de importancia y su misma extensión numérica es descendente con el tiempo. La jurisprudencia «constructiva» española en materia de caso fortuito se ha producido con ocasión de las «tres guerras». Inmediatamente publicado el Código civil, el bloqueo de Cuba lleva al Tribunal Supremo casos de incumplimiento ocasionados más o menos directamente por la circunstancia bélica. La Primera Guerra Mundial plantea supuestos jurisprudenciales donde la imposibilidad de suministros se vincula a las circunstancias europeas...

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