Germán Arciniegas. La naturaleza del ensayo como definición de la identidad de América Latina. Un argumento éste práctico e histórico de la diversidad cultural

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La libertad de América es la esperanza de la humanidad.

BOLÍVAR

Que el siglo XVI es el siglo de oro de España, es la verdad: pero no es toda la verdad. El XVI es de oro no sólo para España sino para Inglaterra, para Francia. Es el siglo de Cervantes, de Shakespeare, de Rabelais. Las letras no tuvieron antes, en los tres reinos, esplendor parecido. Ni tampoco los reyes; Carlos V y Felipe II, Isabel de Inglaterra, Francisco I, son en sus cortes reyes de oro, con que la historia se viste de nuevo. Pero al fondo hay algo más. Con el descubrimiento de América la vida toma una nueva dimensión: se pasa de la geometría plana a la geometría del espacio. De 1500 hacia atrás, los hombres se mueven en pequeños solares, están en un corral, navegan en lagos. De 1500 hacia adelante surgen continentes y mares océanos. Es como el paso del tercero al cuarto día, en el primer capítulo del Génesis.

Todo este drama se vivió, tanto o más que en ningún otro sitio del planeta, en el mar Caribe. Allí ocurrió el descubrimiento, se inició la conquista, se formó la academia de los aventureros. La violencia con que fueron ensanchándose los horizontes, empujó a los hombres por el camino de la audacia temeraria. No hubo peón ni caballero, paje ni rey, poeta o fraile, que no tuvieran algo de aventureros. Lo fueron Colón y Vespucci, Cortés y Pizarro, Drake y Hawkins, Carlos V y la reina Isabel, Cervantes y Shakespeare, Las Casas e Ignacio de Loyola. Todo parece una epopeya. Todo una novela picaresca. En la cárcel estuvieron lo mismo Isabel cuando iba a ser reina de Inglaterra, que Francisco siendo rey de Francia, y Cervantes y Colón.

Cuanto hombre o mujer grande hubo en Europa, se vinculó a la aventura central del mar Caribe. Descubrimiento, conquista, pillaje, se hicieron con reyes al fondo.

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Colón habla en nombre de los católicos; Balboa toma posesión del Pacífico y Cortés de México, con el estandarte del emperador Carlos V; Hawkins y Drake asaltan los puertos del Caribe con escudo de la reina Isabel; el pirata Juan Florentín aparece como socio del rey Francisco de Francia. En el Caribe empieza la lucha entre Inglaterra y España. El día en que el virrey de México vuelve astillas las naves de los contrabandistas ingleses en el puerto de San Juan de Ulúa marca un cambio de rumbo en la política europea. La historia del Caribe en el XVI hay que verla como un campo de batalla donde se juegan, con los dados de los piratas, las coronas de los reyes de Europa. Ahí se gradúan de Almirantes los marinos ingleses. [...]

Así, el siglo de oro lo es de la violencia, del fuego, de la lanza, de la pasión en que se dan la mano como buenos camaradas los tipos más distantes. Todos van metidos dentro de la muchedumbre desbocada. Rabelais planea los viajes fantásticos de Pantagruel, quizás el más estupendo de sus libros, estimulado por los viajes del pirata Juan Florentín. Cervantes meditaba a un mismo tiempo en escribir el Quijote, o en venirse al Caribe: a Cartagena, a Guatemala, al Nuevo Reino de Granada: refugio, según él mismo, de pícaros y ladrones, Shakespeare llevó a sus dramas imágenes tomadas de los viajes de Raleigh por la Guayana. Lope de Vega compuso la Dragontea sobre la vida de Francisco Drake, o el Dragón. Quien dibuje el mapa literario del Caribe, encontrará en él todos los nombres de los poetas, los novelistas, los dramaturgos, como si hubiera sido un sueño para ellos armar su república de las letras donde tenían sus tiendas los bucaneros o encendían los bandidos sus fogatas. [...]

La América española es una emoción sin fronteras. Los ejércitos corren sin freno por todo México y Centro América, y desde Venezuela hasta Chile, desde la Argentina hasta el Perú van movidos por una palabra mágica: Libertad. Una palabra que entienden todos: los indios, los criollos, los negros, los pobres, los ricos.

Y los pueblos pierden la cabeza, y sienten que les brinca el corazón. La ebriedad de la victoria, el júbilo que se expresa en esas expansiones líricas del romanticismo, hacen imposible sujetar a ningún orden estas repúblicas que durante tres siglos han estado encogidas y humilladas. La América es todavía, y lo será por cien años, una tupida floresta, una llanura que no ha sentido el roce de las ruedas, donde los jinetes volarán, porque el aguardiente les clava las espuelas, y hay un gusto espectacular por la proeza. Son cosas de la libertad. [...]

Pero todas las intemperancias, locuras, guerras, epopeyas, aventuras, novelas, poemas del siglo XIX, dejan algo indestructible y profundo en el espíritu de estos díscolos cachorros de la América: el amor a la libertad. [...]

Llegamos a la conquista de la libertad por la violencia. Del mismo modo que ahora buscamos la justicia con pasión. Nuestro destino, por las circunstancias en que la historia ha venido colocándonos, ha tenido que aceptar un planteamiento dramático de la vida. Las escenas del siglo XIX quizá no se repitan, pero hay que verlas como han sido, para sentir esa emoción peculiar de nuestra historia que va siempre bordeando los abismos.

Un siglo que empieza en el mar Caribe con Bolívar, y que en el mismo mar se cierra con José Martí, tiene que quedar en la historia de la humanidad como lámpara de claridad inextinguible [Germán Arciniegas, Biografía del Caribe, Editorial Porrúa, México, 2000, pp. 11-12, 13, 301, 302].

La figura intelectual y política extraordinaria de Miranda, es la máxima expresión de la aventura de la libertad explicando su proyecto político en las principales cortes europeas. Elige la diplomacia como camino hacia la independencia. Trata de convencer y formar aliados en todos los rincones.

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El venezolano no lleva papeles del gobierno español, que le persigue como a un enemigo. Hace poco tiempo, el embajador de España en Londres recibió instrucciones de Floridablanca para que agarrara a Miranda por contrabandista. Conde o contrabandista, hay en este viajero algo que intriga al príncipe Potemkin. Son los relatos de sus aventuras guerreras, de sus viajes, de la extraña vida en el desconocido continente americano, de la España frailuna donde los inquisidores ejercen una dictadura a la luz medieval, a la luz de las hogueras. Miranda observa, maravillado, rebaños de carneros, vacas y caballos que pastan sobre la nieve, grupos de tártaros y cosacos del Don que llegan a presentar serviles homenajes al príncipe. La banda de cuernos de caza de la estepa les ofrece una sonora serenata. Se detienen ante el monasterio de los derviches. Hace frío y nieva que es un contento. Los campesinos, para calentarse las entrañas, toman té y aguardiente. Un día, en una ciudad, asisten a un concierto. A Miranda le sorprenden la disciplina y acuerdo de los músicos. ¿Cómo es posible conseguirlos? «Como se hace música aquí -se le responde-: a palos». El príncipe relata la historia de la guerra de Crimea: es la historia de su vida. [...]

¿Cuál es el amor que empuja al conde Francisco de Miranda? La libertad. El azar le va llevando hasta la propia corte de Catalina de Rusia, otra aventurera ambiciosa y fantástica, que salida de la bárbara cuna de un minúsculo principado alemán, llega a golpes de suerte y azar a ser la emperatriz libertina y liberal que remoza la corte de los zares, se rodea de artistas y gallardos militares, e instaura ese despotismo ilustrado que presiden en su alcoba sus apasionadas lecturas de Voltaire. [...]

La campana de Filadelfia se ha echado a vuelo en el corazón de Miranda. Queda transformado en el caballero andante de la libertad. En Boston traza los primeros planes para la independencia de la América española, y los discute con generales norteamericanos. De América se dirige a Londres porque piensa encontrar allí sus posibles aliados. Luego, peregrinando por Europa, va estudiando la vida política de las naciones, planteando el sistema de gobierno que tendrán las colonias cuando él lleve a su corazón la guerra libertadora. Tiene una juventud ardiente, curiosa, que va quedando, como en su escudo, sembrada de lances amorosos. En cada ciudad hay una mujer ante la cual se detiene, como se para delante de las catedrales, o hace en los museos una breve pausa. Son momentos que consagra al goce fugaz. Un amor constante es el amor a la libertad. Pertenece a un ejército de libertadores que sólo existe en su imaginación, y no quiere retardar su llegada a la cita del combate. Andando al vaivén de sus quimeras, ha llegado a Rusia.

El príncipe Potemkin se vuelve al conde de Miranda: «Mi querido conde, sería muy mal visto que partieseis de Rusia sin presentaros ante la emperatriz...», y Miranda se dirige a Kief, donde está la corte. De Kherson parte en una «kibitka» voladora. Va en busca del corazón de Rusia, y del corazón de Catalina. Bosques, ríos helados, aldeas, desfilan ante sus ojos, hasta que al fin, a 14 verstas de distancia, desde una altura, tras el río, divisa la ciudad: con sus iglesias de cinco cúpulas doradas, como cinco cabezas de cebolla. [...]

Miranda es una celebridad política, pero ya bordea los abismos de su infortunio. Dentro de la permanente contradicción que de ahora en adelante irá llevándole del triunfo a la derrota, se verá con frecuencia en una antesala que, debiendo ser la de su consagración, será la de la cárcel. Dumonriez, que acaba traicionando a la república, planea erradamente la nueva campaña del norte, y Miranda tiene que retirarse en la batalla de Neerwinden, y es llamado a juicio. Le juzgará en París el tribunal revolucionario.

El proceso de Miranda apasiona al pueblo, a los...

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