La aportación de los derechos forales españoles a un derecho sucesorio rural

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Istituto di Diritto Agrario Internazionale e Compáralo. Firenze (Extracto del Acta de la 2.a Asamblea. 30 septiembre a 4 octubre 1963), págs. 563 a 588.

LOS DERECHOS FORALES

Comencemos esta comunicación explicando, aun en forma esquemática, qué son, en España, los Derechos forales.

En los comienzos de la baja edad media los Estados cristianos de la reconquista española, y aun aquellos que viven bajo el gobierno de un mismo monarca, tienen cada uno su peculiar Derecho, constituido por usos y costumbres -escritos o no-, leyes, sentencias judiciales con fuerza de ley y preceptos formulados por juristas eruditos, sobre la base de textos jurídicos romanos. El fenómeno no presenta demasiada diferencia con los estatutos de las ciudades italianas o el Droit coutumier francés.

Estos Derechos en su fondo eran expresión de una tradición jurídica muy antigua, y durante la época visigoda ya habían sufrido los intentos de los monarcas para terminar con el particularismo jurídico. Luego renacen y se desarrollan a partir de la invasión árabe, favorecida entonces la diversidad jurídica por la diversidad política. Pero el fenómeno de libre desarrollo de esos Derechos dura poco, partiendo ahora la nueva agresión unificadora del Derecho romano, fenómeno éste general en los Derechos de la Europa de este tiempo y sobradamente conocido. Del choque de la corriente autóctona y la romanista resulta una transacción: los distintos reinos y países españoles conservan, como es natural, un ordenamiento jurídico propio y distinto, pero todos aceptan en mayor o menor medida, como supletorio, el Derecho común. Era éste un resultado previsible, pues nacidos los ordenamientos particulares como Derecho popular, con relación a situaciones de hecho muy concretas, y ajenos luego a toda labor de abstracción y generalización, no formulaban un repertorio exhaustivo de soluciones para todos los casos: al contrario, las recopilaciones escritas eran de dimensiones relativamente reducidas, y el usus terrae, que abarcaba instituciones adaptadas del Derecho romano vulgar y otras que habían ido brotando espontáneamente de la conciencia popular, era esencialmente fragmentario. Así, muchos problemas habían de ser resueltos, bien mediante al arbitrio judicial, bien por aplicación de normas de otro sistema jurídico que vinieran a compensar la insuficiencia del propio. Y si, cuando los jueces eran legos en Derecho, triunfa sin reservas el arbitrio judicial, refiriendo el juez sus soluciones a la mera equidad tal como la veía su conciencia, luego, desde el momento en que, al crecer en extensión los Estados peninsulares y hacerse más compleja la vida en ellos, la función de aplicar e interpretar las normas ha de ser asumida por funcionarios técnicos en Derecho, estos van a emplear como fuente (al menos) supletoria del fuero lo que ellos, en la escuela, como Derecho han aprendido, a saber, el Derecho común.

La invasión del ius commune, más pronunciada en unos territorios y menos en otros, no consiguió en ninguno suprimir la vigencia del Derecho particular, conservando en especial Aragón, Navarra y Cataluña, merced al principio de la autonomía de la voluntad y a la persistencia de las redacciones del Derecho propio y de las propias costumbres, los principios más característicos del Derecho originario, que luego, de una parte, habrían de ser reelaborados, adaptados, y, a veces desfigurados, por los órganos legislativos, y de otra, habrían de experimentar, en determinadas comarcas, por obra de la costumbre, una notable transformación y grandes adiciones de signo eminentemente agrario.

La unificación política, que se realiza en España desde principios de la edad moderna hasta principios de siglo XVIII (guerra de sucesión), e incluso hasta 1840 (final de la guerra carlista), no suprimió la diversidad de legislaciones privadas, siquiera, cuando los antiguos Estados independientes pierden los últimos restos de su soberanía, al fundirse los organismos políticos superiores de todos, quedan cegadas las propias fuentes legislativas, y por tanto petrificados los ordenamientos territoriales, que desde entonces ya no pueden ser aumentados nada más que por la fuerza decreciente de la costumbre. Este estado de cosas continúa a través de la promulgación del Código civil de 1888, que, en principio, sólo derogó las antiguas leyes de Castilla, o el Derecho general entonces vigente, confirmando la vigencia de los Derechos forales, y limitándose, en cuanto a ellos, a servirles de supletorio (con exclusión de todo otro en Aragón y Baleares) y a sustituir, también allí, al Derecho aplicable, en aquellas materias legisladas ya de una manera general para todos los españoles a partir de principios de siglo XVIII.

Consignados los Derechos forales en fuentes de venerable antigüedad pero, por eso mismo, de técnica muy deficiente, y sirviendo muchas veces como Derecho supletorio los cuerpos canónicos o romanos, se hacía cada vez más precisa su modificación, que se planeó por los autores de Cc. en forma de apéndices a éste, de los cuales se promulgó el aragonés de 1926. El movimiento codificador continúa luego con altibajos, pero sólo da sus frutos muy recientemente, habiéndose promulgado desde 1958 las que, suprimida la denominación de «Apéndice», por no corresponder con el actual intento, se llaman Compilaciones forales de Cataluña, Baleares y Vizcaya. La palabra Compilación se piensa que expresa mejor la idea de cuerpos de leyes con pretensiones de plenitud e independencia tendenciales, siquiera no reales en cuanto no pueden prescindir del Derecho supletorio representado por el Código civil, ni menos de la legislación general. De tales compilaciones faltan por aparecer las de Galicia y Navarra, aquélla a punto de ser aprobada por las Cortes: en cuanto a la aragonesa, muy deficiente en su redacción de 1926, ha sido enviado ya al Gobierno, por la Comisión ad hoc que lo ha elaborado, el correspondiente proyecto.

Carácter rural de los Derechos forales.

Así, antes y después de la codificación, los Derechos forales forman verdaderos sistemas jurídicos, pero, como he advertido, no completos: al contrario, contemplan sólo los institutos más característicos de cada antiguo reino o país, y han de suplirse con el Código. Y aunque teóricamente pueda parecer otra cosa, en la práctica casi todo el Derecho patrimonial era y es único en España, con una unidad que no ha sido la impuesta por el Cc, aplicado con preferencia por los Tribunales en tema de obligaciones y cosas, sino muy anterior: tanto, que las instituciones verdaderamente autóctonas de Derecho patrimonial habían dejado en gran parte de existir en la propia edad media, cuando el desarrollo de las ciudades y la artesanía, y el empleo casi exclusivo del dinero como medio de pago, determinan un tráfico de bienes mucho más intenso que la anterior economía casi cerrada de haciendas campesinas, cediendo entonces las instituciones populares ante la regulación del Derecho común, desarrollada de modo genial por los jurisconsultos romanos, espiritualizada luego por la influencia canonista, y cuya superior técnica se ajusta mejor a las cambiadas condiciones económicas y sociales. De ahí, desde entonces, la fragmentariedad del Derecho patrimonial propio de cada país, habiendo de acudirse a los cuerpos canónicos y romanos donde eran Derecho supletorio, y al Derecho de Castilla y luego al Cc. en los restantes.

En cambio, en tema de familia y de sucesión, la ordenación popular ha tenido mayor persistencia, lo mismo en la ley que en la costumbre, y es aquí donde puede hablarse con propiedad de sistemas jurídicos completos y autosuficientes, en los que la regulación del Código tiene poco que hacer. Ahora bien, es precisamente en los institutos familiares (con ciertas excepciones) y sucesorios donde la visión campesina ha preponderado sobre el Derecho urbano de la economía dineraria, crediticia y mercantil. Lo que se conserva en los Derechos de fuero son, más o menos, los mismos institutos que en su tiempo se crearon para regular la vida y la continuidad de una familia rural, y que probablemente nacieron en el momento en que, al disminuir la cohesión del primitivo grupo de parientes y configurarse el derecho de propiedad conforme al modelo romano, la conveniencia de conservar íntegra la fortuna familiar determina que por ley o por costumbre se conceda al individuo amplia libertad para distribuir sus bienes; florezcan paralelamente formas adecuadas de disposición mortis causa, desde los testamentos de mancomún y los pactos sucesorios, hasta la herencia de confianza y la fiducia para elegir heredero; y se asegure la situación de cónyuge viudo por medios de Derecho de familia.

Todas estas instituciones, creadas al servicio de un modelo familiar rural, han tenido precisamente en el agro su máximo desarrollo, al amparo de un Derecho consuetudinario riquísimo que las ha complementado e incluso reestructurado en casos, siempre con una única finalidad: la persistencia de algo que es, a la vez, una empresa agraria y un grupo familiar que se perpetúan en el tiempo: lo que en Aragón llamamos la casa, ente compuesto por una familia campesina estable y los bienes -ordinariamente una explotación agrícola o ganadera- que aseguran su permanencia: bienes que -y con ellos la soberanía doméstica- han de transmitirse íntegros a un sucesor singular.

Las instituciones legales o consuetudinarias que, en los Derechos forales, sirven a esa finalidad, o han sido creadas para ella, contra el Derecho romano, o son institutos del ius commune deformados hasta poderse servir de ellos para finalidades distintas de las que el legislador o el jurista tuvieron presentes al regularlo. En una época en que la producción estatal del Derecho es menos intensa, y mayor la influencia del sentimiento popular y la fuerza de la costumbre, el Derecho sucesorio foral, en sus variedades consuetudinarias, es creación de la práctica y para servir a necesidades prácticas: muchas veces en contra del...

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