La adulteración de productos alimentarios y la alimentación del ganado con sustancias no permitidas

AutorEva Mª. Domínguez Izquierdo
Cargo del AutorProfesora Contratada Doctora de Derecho Penal de la Universidad de Jaén
Páginas439-495

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I El delito de fraude alimentario nocivo del art. 364 Del código penal: cuestiones previas

La sociedad actual de consumo industrial ha distanciado al hombre de la selección y preparación de los alimentos que necesita para su sustento al tiempo que ha aumentado considerablemente la cadena de intermediarios que participan en este proceso hasta que el producto llega al consumidor final. Ello ha conllevado una justificada desconfianza del público receptor hacia aquellos sujetos que, de algún modo, intervienen en la elaboración de aquellos productos de finalidad alimentaria, ante las pocas posibilidades de control de riegos que

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le quedan a los consumidores, quienes, sin embargo, tienen derecho a tener la seguridad de que los alimentos a los que acceden se encuentran en buenas condiciones para un consumo inocuo. De este modo, no es extraño que todos los Estados de nuestro entorno cultural hayan mostrado su interés protector mediante la introducción de tipos en sus legislaciones penales que prevean la represión de aquellas conductas que, en este ámbito, son consideradas como las más graves1.

En este contexto se sitúan los presupuestos del delito alimentario que, en nuestro ordenamiento, se encuentra entre los rubricados “contra la seguridad colectiva” (Título XVII del Libro II del Código penal) integrador de conductas que afectan aspectos singulares del conjunto de condiciones precisas para que la comunidad pueda sentirse segura frente a determinadas situaciones de riesgo2y, más concretamente, en el capítulo dedicado a los “delitos contra la salud pública”, compartiendo ubicación con el llamado delito farmacológico y con los delitos relacionados con el tráfico de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas3. Sin embargo, la idoneidad del instrumento punitivo, incluso dentro de los márgenes que impone el respeto a un Derecho penal mínimo, para hacer frente a las nuevas formas de atentado a la salud continúa siendo un tema espinoso por el doble componente individual y colectivo que lo caracteriza y por la estructura típica que adquieren las figuras que lo tutelan, traducidas, mayoritariamente, en un adelantamiento de de las barreras de protección respecto a los valores individuales que no exige en todos los casos un resultado de peligro concreto para salud de las personas.

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Los llamados, en la terminología más generalizada, fraudes alimentarios4nocivos5muestran, de este modo, una dimensión que supera la del consumidor individual concurriendo ese interés colectivo denominado salud pública que también presenta imbricaciones con los intereses propios de la industria y el comercio en preservar la confianza y la tranquilidad de los consumidores en la inocuidad o seguridad de los productos que consumen6. Ello supone, al tiempo, un modelo de Derecho penal más intervencionista a fin de obtener mayores cotas de seguridad7. La característica común a las figuras contenidas en los arts. 363 y ss. del Código penal es que la acción típica descrita se desarrolla en el curso de una determinada actividad de producción, distribución o comercialización de productos de consumo humano, generando una serie de riesgos para los intereses individuales que se hallan tras aquel bien colectivo. Así, en el caso del art. 464, los elementos materiales de la acción han de ser “susceptibles de causar daños a la salud de las personas”, situación que hace exigir un aumento de controles en cada uno de los estadios del proceso descrito y que conlleva un inevitable adelanto de las barreras de protección penal, aunque en determinados supuestos sea desmedido y arbitrario.

Resulta sintomático que en el ámbito de la alimentación, deter-minados sucesos produjeran en su momento un gran impacto social,

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en algún caso justificado, como en el del síndrome tóxico del aceite de colza que afectó gravemente la salud de numerosos consumidores y en otros más mediático que real8. En efecto, la mayor sensibilidad por parte de los Poderes Públicos de nuestro país por la protección de los bienes de consumo alimentario humano tiene su origen en el caso de la comercialización del aceite de colza desnaturalizado, que dio lugar al llamado “síndrome tóxico” y a un importante proceso judicial9. Este suceso y otros relacionados con fraudes alimentarios con riesgo para la salud pública han movido al legislador a una modificación y ampliación de los tipos penales, ofreciendo una redacción más detallada de los mismos y armonizada con la creciente normativa técnico-sanitaria en la materia ya sea de origen interno o comunitario10.

También es conocida la preocupación creciente por la entrada en el mercado de los alimentos transgénicos o por el engorde artificial del ganado con sustancias que pudieran no ser totalmente inocuas para la salud. Todas estas son cuestiones que vienen a poner de relieve el conflicto de intereses que subyace en el tema alimentario, plasma-do en un enfrentamiento entre productores/distribuidores que, por un lado, buscan un mayor rendimiento y los consumidores –o las asociaciones u organizaciones que los representan– por otro. Sin embargo, la intervención administrativa más ágil y funcional se muestra en este

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ámbito mucho más eficaz que cualquier instrumento penal. En este sentido, no debe olvidarse las importantes funciones preventiva y de policía que corresponden al Derecho Administrativo y a las autoridades sanitarias y de consumo competentes11, en todo caso, previa a la propia intervención penal, la cual, no obstante, quedaría plenamente justificada para algunas hipótesis que revisten especial gravedad, dada la potencialidad de causar serios daños a la salud de la población. Al tiempo, es posible trasladar de aquel orden jurídico algunas de sus construcciones, adquiriendo especial relevancia el principio de precaución12 que pudiera cumplir una función de tutela de la salud pública13con mayor efectividad que la mera represión penal, en muchos

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casos encaminada a desempeñar una función meramente simbólica desprovista de cualquier misión protectora real14. El denominado en nuestro ordenamiento “principio de cautela” ha quedado plasmado en términos semejantes en el art. 7 de la reciente Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición de 5 de julio de 201115. Sin embargo, este

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principio que contribuye a delimitar el riesgo socialmente permitido y que permite una labor preventiva respecto a la comercialización de productos y autorizaciones administrativas en casos de incertidumbre científica sobre la peligrosidad de un producto, no puede hacer prescindir de la lesividad de la conducta en el marco penal, pues llegaríamos a una administrativización del Derecho penal. Por tanto, un criterio de política social y económica, de gestión de riesgos en la actividad pública no puede trasladarse automáticamente al campo punitivo para concretar el ámbito de la acción típica prescindiendo de la constatación de un peligro potencial. No es lo mismo hablar de un delito de peligro hipotético que sustentar el castigo en la hipótesis de un peligro.

La urdimbre del precepto analizado con el Derecho administrativo se hace patente además por la profusa utilización de elementos normativos que llevan a la necesidad de completar significados fuera del Texto punitivo gracias a la utilización de la técnica de la ley penal en blanco, lo que implica una remisión a una copiosa y cambiante normativa administrativa en esta materia, de índole tanto nacional como comunitaria. En tal sentido, juegan un papel trascendental en la dinámica delictiva, elementos tales como las sustancias autorizadas, las dosis permitidas o los periodos reglamentarios.

El abuso de elementos normativos necesitados de valoración y los riesgos que la utilización de las normas penales en blanco entrañan en orden al respeto de los principios fundamentales del Derecho penal, esencialmente la reserva de Ley Orgánica impuesta por el principio de legalidad, la seguridad jurídica y el principio de lesividad, dada la dificultad de encontrar, en algún supuesto, algo más que una mera infracción administrativa, son cuestiones que van a condicionar la exégesis del precepto y que dan muestra de la complejidad de articular la protección de intereses legítimos que requieren fórmulas especiales de tutela.

A este respecto conviene recordar que el recurso a esta técnica legislativa de remisión a normas extrapenales, sólo es legítima, y así se pronunció el TC en su momento16, cuando la norma penal contiene el núcleo esencial de la conducta punible. Ello significa que la acción prohibida no puede quedar confiada en su totalidad a otras ramas del

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ordenamiento –por lo que a estas conductas se refiere, a la reglamentación administrativa– debiendo definirse con exactitud ese plus de atentado a un bien jurídico que justifica...

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