De «mujer de frontera» a agente cultural: fronteras y transmisiones culturales en su vida y obra

AutorP. Ponce Leiva
Páginas104-115

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Ver nota 1

Si bien la figura de Soledad Carrasco Urgoiti es conocida internacionalmente por sus aportaciones a la literatura morisca, desde el punto de vista de la historia, y más concretamente desde la historia de las mentalidades, cabe contemplar su vida y su obra como un cruce de caminos entre diferentes identidades. Unas agudas dotes de observación, un temperamento proclive a la empatía, una demostrada familiaridad con el análisis crítico propio del mundo académico fueron condiciones que poseía y resultaron óptimas para reflexionar sobre la cuestión de la alteridad, sobre la identidad propia o ajena y, sobre el juego de percepciones mutuas entre colectivos con diferente bagaje cultural, cuestiones estas que tienen una presencia constante en sus escritos.

Como reconocidos expertos se han encargado ya de poner de manifiesto en los diferentes homenajes de los que ha sido objeto, la condición histórica del morisco y su mundo cultural reflejado en la literatura fue, sin duda, el eje sobre el que giró su producción académica. Sin embargo, a lo largo de los años y en obras de la más variada naturaleza, Soledad Carrasco Urgoiti dejó constancia de que el morisco no fue el único «otro» en su vida; por el contrario, tanto en cartas personales como en monografías académicas, artículos, conferencias, homenajes y actos públicos reflexionó sobre diferentes alteridades que convivían y se superponían a su alrededor sin tensión alguna. Si en sus obras académicas analizó la figura del morisco, en el homenaje que hizo a su amiga Susana Redondo se presentó a sí misma, precisamente, a través de su trabajo sobre «el moro», estableciendo una identificación entre sujeto y objeto de estudio que le resultará muy sugerente. Más aún, en las cartas escritas a sus familiares tras llegar a Nueva York en 1946, describió y explicó con todo lujo de detalles las impresiones que le causaban tanto la ciudad como sus habitantes y, sobre todo, el universo de posibilidades que era la Universidad de Columbia; es decir, no sólo dedicó su vida profesional al estudio «del otro» (morisco), sino que ella misma vivió la mayor parte de su vida en un mundo que no era el suyo de origen, discurriendo entre una doble alteridad que explica su marcado apego por el concepto de «frontera». Estudiosa del «otro» y protagonista de una mira-da ajena, «situada al margen de la identidad colectiva», buena parte de sus amistades

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-quizás las más cercanas y queridas- fueron exiliados españoles llegados a los Estados Unidos tras la guerra civil; en este tercer frente de alteridad se movió Soledad Carrasco con total naturalidad, con mucho afecto hacia quienes lo integraban, pero siendo consciente de su diferente condición, ya que ella ni fue ni se sintió nunca una exiliada.

Primera alteridad: el morisco

El primer contacto de Soledad Carrasco Urgoiti con Estados Unidos se produjo en 1946, cuando era una joven filóloga llegada a Nueva York para cursar sus estudios de posgrado en la Universidad de Columbia. Allí tomó contacto inmediatamente con Federico de Onís, jefe del Departamento Hispánico de la Universidad de Columbia y figura clave en las relaciones culturales entre España, Estados Unidos e Hispanoamérica entre 1930 y 1950, y con Homero Serís, Ángel del Río y Tomás Navarro Tomás, entre otros. Nueva York, y especialmente el grupo de profesores e investigadores aglutinados en torno a Columbia, constituían por entonces uno de los focos de mayor actividad y creatividad de cuantos se dedicaban al hispanismo, es decir, a la investigación de la historia y la cultura de España e Hispanoamérica, estableciendo puentes entre ambos espacios y los cada vez más numerosos centros dedicados al estudio del mundo hispánico en Estados Unidos.2Ese fue el entorno en el que se insertó Soledad Carrasco y en el que, como ella misma reconoció, «aprendió el oficio» de hispanista y profesora universitaria.3Mientras impartía sus primeras clases en lengua española -las de literatura llegarían poco después-, cursaba las asignaturas necesarias para obtener el Master en Artes (1947). Una vez alcanzado éste en 1947, inició su andadura hacia el Doctorado, que finalmente obtuvo en la misma Universidad de Columbia en 1955. Al llegar a Nueva York traía ya en mente su dedicación a la literatura morisca; su decisión la había tomado en Madrid, asesorada por Dámaso Alonso, por lo que Onís no hizo sino aprobar tal propuesta y encaminar a la doctoranda hacia Ángel del Río, quien sería su tutor y director. Ahí comenzó la relación de Soledad Carrasco Urgoiti con el mundo morisco, con Granada y con aquellos temas que le acompañarían a lo largo de su vida: «la fascinación por lo lejano y distinto, la dialéctica del adversario amigo y la evocación histórica del reino perdido».4Será en relación al moro, «amigo o retador», frente a quien lleve a cabo su primera labor de intermediación cultural.

Entre sus reconocidas aportaciones al conocimiento de la literatura española y, específicamente, al mundo del morisco, dos merecen especial atención para el contexto en el que ahora nos movemos. Se trata de dos actitudes esenciales en el narrador que le permiten observar y analizar con mayor ponderación el objeto de estudio. En primer lugar su decidida instalación en una posición de frontera que, como a Ginés Pérez de Hita, le permitiera recorrer territorios de afinidades y de conflictos, de empatías y de incomprensiones.5Entender una cultura es el requisito imprescindible para valorarla y, valorar lo que resulta ajeno -y por lo tanto distinto y extraño- es, a la vez, rasgo inequívoco de cultura, de alto nivel cultural diríamos; ahí radica, precisamente, la segunda aportación que resulta pertinente rescatar. En sus investigaciones sobre el tema morisco, le llaman la atención los escritos publicados en el siglo XVI sobre la existencia de un «tardío enclave de convivencia cordial entre españoles que representaban las tres

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ramas de la vida medieval peninsular». A partir de esos escritos, deduce que frente a «los condicionantes vitales restrictivos que se daban a mediados del siglo XVI [se valora] la ejemplaridad inherente a un conjunto de textos poéticos, narrativos y dramáticos, que proponen como conducta óptima la capacidad de valorar y premiar virtud y refinamiento dondequiera se hallen».6Convivencia cordial, capacidad de comprensión como rasgo de cultura, reconocimiento de la calidad allí donde se encuentre, son valores, actitudes y destrezas que la hispanista aplicó, como veremos, a otros frentes de intermediación no menos complejos que el morisco.

Segunda alteridad: los exiliados

Dos rasgos esenciales caracterizan la emigración española hacia Estados Unidos en las décadas de 1930 y 1940: su alta cualificación y, a la vez, su heterogeneidad. Como es sabido, poco después de 1930 se produjo en Europa una fuga de cerebros -o «brain drain»- formada por intelectuales, científicos y artistas de vanguardia que huían de las diferentes formas que el totalitarismo adoptaba en algunos países europeos. Las relativas facilidades de ingreso al país ofrecidas por el gobierno estadounidense a estos intelectuales de diferente condición y procedencia, tuvieron como objetivo captar un «capital humano» altamente cualificado que permitiera internacionalizar su comunidad científica nacional;7por esta vía, entre 1933 y 1944 llegaron a los Estados Unidos alrededor de 250.000 refugiados, fundamentalmente alemanes, italianos y austriacos. En esta línea se inscribe el apoyo recibido por destacados intelectuales españoles, sobre todo a partir de 1940 tras la caída de Francia en poder de los nazis, especialmente por parte de organizaciones civiles, tanto fundaciones privadas -como la Rockefeller-, como universitarias.8Para los españoles llegados a Estados Unidos los principales núcleos de apoyo en la demanda de asilo y de ayuda en la búsqueda de trabajo fueron la Fundación de Gregorio Del Amo, radicada en la Universidad de California, y el Hispanic Institute,9dirigido por Federico de Onís desde 1930, cuya sede se hallaba en la Casa de las Españas, sita en la 435 Oeste de la calle 117 de Nueva York. Los vínculos personales y profesionales que Onís mantenía con la Junta de Ampliación de Estudios y con el Centro de Estudios Históricos dirigido por Menéndez Pidal, facilitaron el traslado desde España de numerosos filólogos, literatos e historiadores y su posterior inserción en el sistema universitario norteamericano. En pocos años, en torno al Hispanic Institute fue consolidándose, por lo tanto, un potente núcleo de docentes e investigadores que desplegaron una intensa actividad en la difusión del hispanismo a través de publicaciones, conferencias, semi-narios, conciertos, y representaciones teatrales de la más variada índole; entre ellos cabe

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recordar, además de los ya citados Onís, del Río, y Navarro Tomás, a Margarita Ucelay, Ernesto Da Cal, Francisco García Lorca, Laura de los Ríos, Vicente Llorens y Emilio González López, por citar sólo a los españoles.

A los innegables méritos personales de este colectivo, se unió la oportuna coyuntura ofrecida por el cambio de política de Roosevelt con respecto a América Latina en relación a sus predecesores; desde 1933 el presidente venía propugnando la llamada «política del Buen vecino» tendente a establecer vínculos amistosos y de mutua colaboración con el ámbito hispanoamericano, tan cercano y -en señalados casos, tan susceptible de influencias alemanas. La iniciativa de Roosevelt sintonizaba, por lo tanto, con la línea abierta hacia ya tiempo por conocidos hispanistas norteamericanos, como Eugene Bolton quien desde la década de 1910 sostenía la posibilidad de una visión «continental» de la Historia de América.10No es casualidad, por lo tanto, que en 1928 cuando el Hispanic Institute fundó su primera revista...

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