Estado actual de la teoría general de la ejecución no dineraria

AutorLaura Carballo Piñeiro
Cargo del AutorDoctora en Derecho y profesora de la Universidad de Vigo
  1. CONCEPTO Y NATURALEZA DE LA EJECUCIÓN PROCESAL

    Ejecución(6) judicial

    , «ejecución jurisdiccional» o «ejecución procesal» son las formas usuales de denominar aquella actividad judicial encaminada a la realización concreta del derecho. Más específicamente, se reserva la expresión «ejecución forzosa» para referirse a la actividad que transcurre a través del llamado proceso de ejecución(7). Chiovhnda apunta que «llámase ejecución forzosa procesal la actuación práctica, por parte de los órganos jurisdiccionales, de una voluntad concreta de la ley que garantice a alguno un bien de la vida y que resulta de una declaración; y llámase proceso de ejecución forzosa el conjunto de actos coordinados a ese fin»(8). Carnelutti señala que la ejecución consiste en «la adecuación de lo que es a lo que debe ser»(9), y, en España, Fenech escribe que: «La ejecución, a diferencia de la declaración, no es una declaración de voluntad sino una manifestación de voluntad(10); se trata en todo caso de una conducta del titular del órgano jurisdiccional mediante la cual se actúan por la propia autoridad del titular del órgano, incluso coactivamente, las consecuencias queridas por la norma en un caso concreto y sobre un sujeto determinado»(11).

    Las definiciones así expuestas abordan la noción de ejecución desde un punto de vista dualista de las relaciones entre derecho y proceso, buscando coordinar la realidad estática del derecho con su aspecto dinámico, el proceso(12). Por contra, si se contempla la ejecución procesal desde un punto de vista monista(13), se concibe su configuración como una fase del processus iudicii(14). La actividad ejecutiva forma parte del processus iudicii en cuanto enjuiciamiento; sin la misma pierde su sentido el proceso, ya que desaparecería su eficacia práctica, que implica que el juicio jurisdiccional se encarne en la realidad I5. El abordaje de la ejecución procesal desde este punto de vista supuso, desde el principio, un acicate doctrinal para el estudio de la institución(16).

    La actividad ejecutiva se despliega a través de un proceso, que se diferencia del proceso de cognición. Si la actividad procesal ejecutiva se limitara a la ejecución de sentencias, en buena lógica no tendría sentido insistir en su delimitación de la cognición, puesto que en ese caso se configura como una fase más del proceso, continuación del iter emprendido con la demanda. Ahora bien, también se ejecutan títulos que no van precedidos de declaración. Y viceversa, la doctrina apunta que, además, existen muchos procesos de declaración que no precisan ejecución, bien porque se satisface al actor con la misma sentencia(17), bien porque el demandado cumple por sí mismo el mandato contenido en el título correspondiente.

    Ambos procesos presentan distintos puntos de partida: la cognición responde a una pretensión contestada, mientras que la ejecución a una pretensión insatisfecha(18). En consecuencia, los presupuestos del proceso de ejecución también responden a esta particularidad, y a los presupuestos generales hay que añadir los específicos que son el título ejecutivo y la acción ejecutiva.

    El título ejecutivo pasa a ocupar un lugar de referencia obligada en el estudio del proceso de ejecución. La teoría del título ejecutivo se creó para dar cobertura a los supuestos de ejecución sin declaración; casos en los que la norma decide acortar el processus iudicii en favor de la rapidez del tráfico jurídico, sin que ello suponga alterar la esencia del proceso(19).

    Por otra parte, se construye un concepto distinto de acción para ejecución; frente a la acción declarativa existe una acción ejecutiva que se caracterizaría por ser unilateral en contraposición a la bilateralidad de la relación cognitiva(20). En esta concepción de la acción, la doctrina tradicional exagera la pura labor modificativa o transformadora de la realidad que se lleva a cabo en ejecución, minusvalorando la importante exigencia de conocimiento que precisa el proceso de ejecución.

    En esta línea doctrinal, la unilateralidad de la acción ejecutiva es consecuencia del carácter forzoso que tiene la ejecución para el ejecutado; esto es, de su actitud pasiva, de mera sujeción a la ejecución. Se sitúa al ejecutado en la posición de objeto de la ejecución, sin facultades para contrarrestar la pretensión del ejecutante. El sometimiento del ejecutado conlleva la consecuente configuración de la ejecución como un proceso en el que no se admite contradicción. Esta postura errónea tiene su origen en los esfuerzos doctrinales por fundamentar la autonomía del proceso respecto del derecho sustantivo. Para ello se recurre a la construcción de un concepto abstracto de acción ejecutiva, fundada en el título ejecutivo. Situando el fundamento de la acción ejecutiva en el título, se consigue la abstracción respecto del derecho. Pero la abstracción se rompe si se admite el debate sobre la justicia de la ejecución que parte de la presunta certeza del derecho afirmada por el título ejecutivo, ya que la oposición del deudor, si positiva, rompe la legitimidad de la acción y reconduce el proceso al derecho sustantivo. Para evitar coordinar el derecho con el proceso, se concluye afirmando que la oposición es una actividad externa al proceso de ejecución.

    Por contra, desde la perspectiva monista, se pone de relieve que no se puede llevar a ese extremo la separación existente entre proceso de declaración y proceso de ejecución. Todo es uno, es processus iudicii y la ejecución no es más que expresión de la coactividad de la normativa concreta. Por tanto, la acción ejecutiva es también bilateral. La propia naturaleza del proceso, que es único, implica la presencia de audiencia y contradicción, e impone la bilateralidad. En este sentido, se explicita que el carácter forzoso, predicado en exclusiva de la ejecución, es un atributo de todo el proceso, incluida cognición; aunque en la primera adquiere su significado más profundo y acorde con la esencia de la actividad ejecutiva(21).

    Así, la doctrina apunta que la expresión «ejecución forzosa» es un pleonasmo porque el sustantivo «ejecución» ya contiene en sí mismo esa idea de fuerza(22). Pero, por otro lado, el adjetivo incide en la esencia de la actividad ejecutiva que supone coacción sobre el ejecutado y pone de relieve que, en ella, se prescinde de su voluntad para actuar sobre su esfera jurídica, para compelerle o para afectar su patrimonio en función de la efectividad de la tutela.

    Por otra parte, la «ejecución forzosa» se contrapone a la «ejecución voluntaria»(23). Con esta expresión se marca la diferencia con las actividades voluntarias de satisfacción de la obligación contenida en un título de ejecución por quien a ello está obligado. La ejecución espontánea del fallo no forma parte del proceso, «aunque esté de hecho determinada por las sanciones contenidas en la ley; porque no se puede separar este posible motivo de la ejecución de otros igualmente posibles (como el respeto a la ley, el interés, etc...)»(24).

    En tanto en cuanto es posible un cumplimiento por el propio ejecutado, aunque compelido a ello por el órgano jurisdiccional, hay que diferenciar esta actividad, resultado de la fuerza, de aquélla otra que se produce espontáneamente, tras el fallo judicial. La ejecución forzosa comprende, en palabras de Chiovenda, «la adopción de medidas de coacción tendentes a obrar en el ánimo del obligado para inducirlo a cumplir la ley (ejecución indirecta o psicológica), o la adopción de medidas de subrogación, que son actividades de terceros dirigidas a conseguir el bien que debía ser prestado por el obligado, independientemente de su prestación (ejecución directa)»(25). De esta caracterización se deduce que la línea divisoria entre ejecución forzosa y ejecución voluntaria va a depender de la petición de apertura del proceso de ejecución; si se cumple sin necesidad de acudir a éste, es ejecución voluntaria; si es preciso abrirlo, aunque luego cumpla, en cualquier caso es ejecución forzosa, y ello con independencia de que se hayan empleado medidas coercitivas para conseguir la actuación del ejecutado(26).

    De la unidad esencial del concepto de proceso, sea de declaración sea de ejecución, se desprende la naturaleza jurisdiccional de la actividad ejecutiva, afirmada, contitucional y legalmente, en los arts. 117. 3 CE y 2. 1 LOPJ: a los jueces y tribunales compete en forma exclusiva la potestad jurisdiccional, «juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado»(27). Para el ordenamiento español se puede entender plenamente superado el aforismo iuris-dictio in sola notione consistit(28). La ejecución, en esencia, es actividad jurisdiccional, aunque se puede delegar la realización de actos ejecutivos que no requieren la presencia judicial(29); la dirección y preordenación del proceso compete al órgano jurisdiccional. La actividad de enjuiciamiento es el punto de partida del proceso de ejecución, independientemente de la posible discusión que se pueda originar en su transcurso30.

    La ejecución es competencia de la Jurisdicción en cuanto que la tutela judicial no se agota en la declaración: para la efectividad del derecho, la ejecución deviene corolario inexcusable de la actividad judicial, sin la cual quedaría reducido, en expresión del Tribunal Constitucional, a «mera declaración de intenciones»(31). Además, en la actuación del derecho, se plantean numerosas cuestiones jurídicas que compete decidir a un juez. Por otro lado, durante la ejecución procesal se actúa de forma directa e inmediata sobre los derechos del ejecutado, y esta injerencia en la esfera jurídica de las personas reclama la presencia de las garantías de la jurisdicción y del proceso(32). En definitiva, se puede concluir que la actividad ejecutiva es jurisdiccional, en cuanto que requiere de un tercero imparcial, dirigido a dar satisfacción al derecho del ejecutante, pero salvaguardando los derechos del ejecutado(33); difícil equilibrio que, de una forma u otra, trata de alcanzar toda sociedad, en...

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